Y si alguien pregunta: ¿cómo andamos por acá? Pues...
igual que siempre, vamos, si acaso la interrogante me la lanzasen a mí. E igual que España, añadiría, para precisar la cosa. Solamente habría que puntualizar que, por estos lares la indignación parece andar camino a la extinción. Porque ya saben. En nuestro mar de sargazos de la cochinada y del chanchuyo y del “cómo es”, la probidad es una palabra inexistente en nuestra idiosincrasia. O en nuestra cultura.
Existen personas correctas, claro. Y honestas. Pero el sistema, no nos engañemos, está hecho para cutrear. Para esquilmar. Para ser opacos. O turbios. Y corruptos. Echen nomás una ojeada rápida al Congreso. Para que no me vengan luego con que exagero. Ahí, en ese antro, se suele tolerar todo. Abusos. Vicios. Indecencias. Malos olores. Es así. Pero eso no es lo peor, claro. Lo peor es que el país debe plegarse a lo que ahí dispongan. Como ocurre con el Poder Ejecutivo. Igualito. Solamente que ahí, en el Ejecutivo, son más prepotentes y desconsiderados que en el Parlamento, donde apenas llegan a bulliciosos, vanos e insufribles. Y bueno. Además están pensando en cómo atornillarse en el poder. Pregúntenle, si acaso alguien tiene dudas, a Nadine.
De hecho, no todos entran como terminan saliendo. Hay bienintencionados, es verdad. Pero la corrupción los termina secuestrando de igual forma. Porque a ver si nos entendemos. La corrupción no es solo la abultada coima envuelta en un grosero sobre manila, sino también aquello que altera y trastoca las reglas para echarlo todo a perder. Es el soborno que pudre, sí. Aunque lo es de igual modo la burocracia absurda que no oye al ciudadano, sino lo agrede. Es el político atropellador y vulgar que se opone a la transparencia y a los contrapesos, y cree que el acceso a la información pública es una página web que hay que actualizar con documentación reciclada e inane. Y que cree que Dinamarca, Nueva Zelanda y Finlandia no son países, sino mundos incomprensibles de otra galaxia.
La corrupción es el espíritu de los tiempos, dirá el político peruano, comentando las noticias españolas, como haciéndole un guiño a “la normalidad”, amén de mostrarla como algo que “ya ven, pasa en todas partes, pasa en el primer mundo, cómo no va a pasar en el Perú”, donde los presidentes ingresan al poder sin fortuna y salen con varias propiedades, elegantísimas casas, y declaraciones de renta que no se condicen con sus ingresos, aprovechándose de la ausencia de un control social. Y así.
Lo demás no tengo que contarlo porque es historia conocida. Es la historia de una plaga. Una plaga con operadores desconocidos pero que tiene a beneficiarios notorios que declaran ante los medios y pontifican y opinan pese a sus trapacerías y pendejadas, creyéndose de pronto que ya se encuentran en la cúspide de la cadena alimenticia.
Qué cosas. Mientras tanto, el país oficial paga impuestos. Y algunos peruanos contribuimos con nuestros tributos para que unos miserables, que manejan los recursos de todos, saquen tajadas para engordar sus bolsillos y, de paso, dinamitar la exigua credibilidad del sistema.
Bueno. No tengo datos duros y documentados al respecto, me disculparán. Lo mío es apenas una tincada. O un pálpito, si prefieren. Pero que la corrupción es un carnaval perpetuo en el Perú, pues qué quieren que les diga, me parece una verdad de a puño. Lo más parecido a un dogma de fe. Y el problema es que la corrupción institucional, como los pantanos o los agujeros negros, cuando te atrapa lo hace para siempre.
¿Estoy generalizando? ¿E hiperbolizando? No lo sé. En todo caso, no encuentro otra manera de razonar cuando tengo la certeza que mis contribuciones al Estado se van mes a mes por la alcantarilla del aprovechamiento ajeno, sin que a nadie le importe un carajo. Supongo que no soy el único que tiene esta percepción. Pero tenía que decirlo. Mejor dicho, vomitarlo.
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