(EÑE/Clarín, 13/2/2013)
Una entrevista de Ines Hayes
-En sus diferentes conferencias usted ha dicho que esta crisis económica mundial es una de las más graves de toda la historia del capitalismo. ¿En qué se diferencia de las anteriores?
-Sí. Se puede comparar a la crisis de 1871, que duró hasta 1893, y a la crisis que empezó en 1929 y no terminó, propiamente, más que con la II Guerra Mundial. El hundimiento registrado en otoño de 2008 puso fin a...
una época que arrancó a mediados de los años 70 del siglo pasado y que ha recibido distintos nombres de mayor o menor efectismo publicitario.
-“Globalización”, “neoliberalismo”…
-La llamada “globalización” no fue un fenómeno tan radicalmente nuevo como sus apologistas sostuvieron en sus momentos de gloria: en realidad, lo que se hizo –a partir de la ruptura unilateral de los acuerdos de Bretton Woods por Nixon en 1971– fue remundializar la economía por la vía de arruinar el gran logro inicial de la reforma del capitalismo emprendida en la posguerra: el control de los movimientos de capitales por parte de los gobiernos. Todos usamos ahora el término “neoliberalismo”, pero se trata de un término equívoco porque da a entender que el Estado se ha retirado de la economía, y en realidad no ha hecho eso. ¿Cómo funciona, de verdad, una economía capitalista? No como dicen los neoliberales o parte de la izquierda académica que se traga estos cuentos. Una economía capitalista es dirigida siempre por la demanda efectiva, no por la oferta; y para que una economía capitalista actual funcione, tiene que haber un estímulo público de esa demanda efectiva agregada. En el capitalismo socialmente reformado, posterior a la II Guerra Mundial, parte de ese estímulo procedía de una Constitución social, políticamente blindada, que permitía y aun estimulaba la negociación colectiva entre sindicatos obreros-patronal y que resultó en el crecimiento paralelo de la productividad y de los salarios reales. En eso anduvo la socialdemocracia reformada en sentido pro-capitalista de posguerra. Y funcionó bien por un tiempo: nunca el capitalismo fue tan estable como entre 1945 y 1980. Pero colapsó en la segunda mitad de los 70. La crisis del petróleo, el auge espectacular de los movimientos populares, de los sindicatos obreros, la radicalización de las luchas de los trabajadores (la huelga general de mayo de 1968 en Francia, el otoño caliente italiano y el “Cordobazo” de 1969 en Argentina), del movimiento popular vecinal, del anticolonialismo, del antiimperialismo. La situación económica de fondo, además, se complicó y alteró radicalmente por el hecho de que los países vencidos en la II Guerra Mundial, y sobre los que en buena medida había pivotado la restauración de un capitalismo reformado en la posguerra, Alemania y Japón, empezaron a convertirse en grandes potencias exportadoras, lo que trajo consigo una reducción de las tasas de beneficios de las empresas norteamericanas. A fines de los 60, muchos –también los capitalistas– pensaban en el final del orden capitalista.
-Y entonces vino la reacción…
-Entonces, a modo de reacción, y tras distintos tanteos, vino la innovación para mí crucial del “neoliberalismo”: desacoplar la demanda efectiva agregada de los salarios reales. ¿Cómo? Financiando la demanda efectiva y el consumo popular a partir de un colosal fraude financiero piramidal –una especie de estafa como la celebérrimamente cometida hace poco por Bernard Madoff, pero a gran escala y consentido y aun activamente estimulado por los poderes públicos– que facilitó el crédito barato e “irresponsable”. O sea, financiar el consumo para que, sin aumentar los salarios reales, los trabajadores puedan comprarse coches, casas, etcétera: el famoso “capitalismo popular”. El truco básico del neoliberalismo, en Europa y América del Norte, fue sustituir el incremento del salario real por el crédito barato; la inflación de activos inmobiliarios y financieros fue el medio. Esa política contribuyó a la idiotización (es decir, al encapsulamiento particularista en lo propio) de la población trabajadora, la hizo más individualista, desbarató a las organizaciones obreras reformistas tradicionales al arrebatarles el propósito central que es la lucha por la subida de los salarios reales. Muchos se creyeron ricos a base de una creación de dinero ficticio por parte de las entidades bancarias mal reguladas, y cuando la pirámide fraudulenta se desplomó en 2008, fue la muerte del “neoliberalismo”: lo que queda es sólo un zombi, aunque peligrosísimo.
-Eso en EE.UU. y parte de Europa occidental, ¿cuál es la situación a escala global?
-Global o planetariamente, la época “neoliberal” consistió en el paso de EE.UU. de una potencia económica superavitaria, que reciclaba su excedente merced a dos países militarmente vencidos, pivotes en el Heartland euroasiático, Alemania en Europa, y Japón, en Asia, a una potencia deficitaria, consumidora en última instancia de los productos de las grandes potencias exportadoras del mundo, Alemania, Japón, los tigres asiáticos y luego China. Países que con su excedente financiaban a Wall Street y, a su vez, permitían la financiación del consumo sobre la base de un endeudamiento gigantesco de las familias y las empresas estadounidenses y buena parte de las europeo-occidentales. Cuando eso se hundió, todo lo demás también lo hizo. No creáis a los que os digan: China es el futuro. ¿Qué futuro? La China actual forma parte de ese invento, y lo va a pasar bastante mal. Quisieron convertirse, y hasta cierto punto –con un coste social y ecológico monstruoso– lo consiguieron, en la fábrica del mundo. Pero sus principales clientes eran Europa y EE.UU., y los dos se han quedado sin demanda efectiva.
-¿Y en América Latina?
-En general, la era “neoliberal” significó en América Latina una reprimarización de sus economías, una especie de vuelta a la llamada “época de oro de las oligarquías” de finales del XIX y comienzos del XX: el saqueo de su patrimonio natural, la puesta en almoneda de sus bienes comunes y públicos, y la reinserción en mercados mundiales ferozmente oligopolizados como economías exportadoras de materias primas. Desgraciadamente, los actuales gobiernos sedicentemente antineoliberales de centro, de centroizquierda y aun de izquierda de la región no han supuesto un correctivo a esa social y ecológicamente catastrófica contrarreforma estructural de fondo operada, manu militari, y nunca mejor dicho, en los 70, 80 y 90.
-La época neoliberal también desarmó a la clase obrera: en los últimos 30 años se desplomaron las tasas de afiliación sindical. ¿Qué perspectivas abre la crisis actual y qué papel pueden tener los sindicatos y el movimiento obrero organizado?
-El sindicalismo europeo-occidental (y norteamericano) de posguerra consistió básicamente en renunciar a la idea tradicional del movimiento obrero socialista y anarquista de la democracia económica e industrial a cambio del reconocimiento oficial del papel de los sindicatos obreros en la negociación colectiva: “ustedes se olvidan de la democracia en el puesto de trabajo, y a cambio, les reconocemos derechos civiles básicos en ese puesto de trabajo –expresión, reunión, asociación– y capacidad jurídica para negociar aumentos del salario real en función de los aumentos de productividad”. Ese fue el sentido del famoso Tratado de Detroit (1943) entre Henry Ford III y los dos grandes sindicatos norteamericanos, la AFL y la CIO (Federación Americana del Trabajo y Congreso de Organizaciones Industriales). Ese modelo fue impuesto en Europa occidental por los norteamericanos luego de la II Guerra, y las Constituciones europeas de posguerra lo blindaron políticamente, como es harto notorio. Los sindicatos obreros pasaron entonces a ser prácticamente agencias del Estado (del nuevo Estado democrático y social de derecho, o del Estado de bienestar, como dicen los anglosajones) y subvencionados con dinero público para realizar esta importante función –en el capitalismo restaurado y reformado de la época– de mantener a la par el ritmo de crecimiento de los salarios reales y de la productividad del trabajo. Si miramos eso desde un punto de vista económico, monta tanto como convertir a las organizaciones obreras en institutos públicamente financiados capaces de ejercer un monopolio (o un oligopolio) sobre la oferta de la “mercancía” fuerza de trabajo. Observe la diferencia con el sindicalismo anterior a la II Guerra, cuyo núcleo queda bien recogido en lo que todavía hoy es el lema de la OIT: “El trabajo no es una mercancía”. El capitalismo, como fuerza social dinámica, es económicamente desastroso, entre otras cosas, pero muy señaladamente, por tratar como “mercancías” cosas y bienes que no lo son técnicamente (como la fuerza de trabajo, la tierra o el dinero: nadie “produce” esos bienes para ser vendidos en mercados especializados). De modo que, el proceso de oligopolización de la oferta de fuerza de trabajo en que consistió el sindicalismo de posguerra tuvo su lado bueno: garantizó la escasez relativa de la oferta de trabajo, obstaculizó la social y económicamente funesta deriva capitalista espontánea hacia la ilimitada mercantilización de la fuerza de trabajo, lo que fue parte no despreciable en la indiscutible estabilización del capitalismo reformado de posguerra.
-¿Y su lado malo?
-Su lado malo políticamente es la aceptación intelectual de que la fuerza de trabajo puede ser efectivamente tratada como una mercancía, todo lo sui generis que se quiera, pero mercancía. Al capitalismo socialmente reformado de posguerra correspondieron una socialdemocracia y un sindicalismo reformados en sentido básicamente pro capitalista: renunciaron a la democracia económica e industrial, rindieron toda aspiración a remodelar republicanamente de raíz la vida económica productiva –que eso era el socialismo democrático clásico–, y consiguientemente, capitularon, por así decirlo, ante una monarquía empresarial apenas mitigada constitucionalmente en sus aspectos más autocráticos. Cuando el capitalismo neoliberalmente contrarreformado logró romper el vínculo entre salario real y demanda efectiva agregada, fue el principio del fin de este tipo de sindicalismo.
-¿Y qué futuro tiene el sindicalismo?
-Un sindicalismo a la altura de los tiempos tiene que intentar recuperar la idea republicano-socialista originaria, tiene que volver a pelear por la democracia económica, así como por recobrar las formas radicales de autoorganización democrática que mejor se compadecen con eso. Sólo así logrará recuperar afiliados, penetrar en las enormes masas de trabajadores precarizados por la crisis y ofrecer una esperanza tangible y combatiente a los desposeídos y a los parados.
-Usted decía también que hoy parece no haber Plan B, ¿por qué la respuesta social no alcanza y por qué cree que las elites dominantes no saben qué hacer?
-El neoliberalismo no sólo ha corrompido en sentido idiotizador la conciencia de amplios estratos de la población trabajadora, sino también la de los estratos socialmente dominantes. Hubo tradicionalmente unas elites políticas capitalistas con distancia suficiente respecto al mundo de los negocios: verdaderos agentes fiduciarios con altura de miras y visión general. Observe, en cambio, a las elites políticas generadas por el neoliberalismo, con sus características puertas giratorias entre el mundo de los grandes negocios (frecuentemente fraudulentos) y el mundo de la gran política: tipos como Felipe González, o Aznar, o Geithner (o cualquier secretario del Tesoro estadounidense de las últimas décadas: todos, todos hombres de Goldman Sachs, como, en Europa, Draghi y Trichet). Hay algo aquí mucho peor que la corrupción en sentido moral: la visión corrompida, son idiotas ópticos incapaces de ver más allá de la luz glauca proyectada por la oportunidad inmediata del negocio (fraudulento). Para las clases dominadas, para los Condenados de la Tierra, esta crisis se desarrolla, por ahora, como una tragedia griega; pero si ves el espectáculo ofrecido por las elites, es un esperpento valleinclanesco.
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