(tomado de el puercoespín febrero 18/2013)
Hace más de veinte años salió la encíclica Centesimus Annus, del Papa polaco, en ocasión del centenario de la Rerum Novarum –era el manifiesto reformista, fuertemente innovador, de una iglesia que se pretendía ya la única representante de los pobres después de la caída del imperio soviético. A ese documento, mis compañeros parisimos de Futur Antériur y yo dedicamos un comentario que era, a la vez, reconocimiento y desafío: lo titulamos “La V Internacional de Juan Pablo II”.
Veintidós años después, el Papa alemán abdica. Se declara no sólo fatigado del cuerpo e incapaz de oponerse a...
los enredos y la corrupción de la Curia romana, sino también impotente de ánimo para enfrentar el mundo. Esta abdicación, sin embargo, sólo puede sorprender a los miembros de la curia –todos aquellos que prestan atención a las cosas de la iglesia romana saben que otra abdicación, mucho más profunda, ya había ocurridohace rato, bajo Juan Pablo II, cuando, con el ferviente apoyo de Ratzinger, se acabó con la apertura a los pobres y el compromiso con una iglesia renovada por la liberación de los hombres de la violencia capitalista y de la miseria. ¿Había sido pura mistificación aquella encíclica de 1991?
Hoy debemos reconocer que es probable. De hecho, en América Latina la iglesia católica destruyó todo foco de la teología de la liberación, en Europa volvió a reivindicar el ordo-liberalismus, en Rusia y en Asia se halló incapaz de desarrollar aquel proselitismo que el nuevo orden mundial le permitía, y en los países árabes e iraníes vio a los musulmanes, con sus diversas sectas y fracciones, tomar el lugar del socialismo árabe (y, a menudo, cristiano) y del comunismo chiíta en la defensa de los pobres y en el desarrollo de las luchas de liberación. La aproximación a Israel se realizó no en nombre del antifascismo y de la denuncia de los crímenes nazis, sino en nombre de la defensa de Occidente. La paradoja más significativa se puso de manifiesta en el hecho de que al gran impulso misional (que se había desarrollado autónomamente después del Concilio Vaticano II) se lo hizo refluir hacia las ONG, rígidamente especializadas y depuradas de cualquier característica genéricamente “franciscana”. Estas ONG terminaron por dedicarse a la práctica de esos “derechos del hombre” que la iglesia (y los dos papas, el polaco y el alemán) rehusaba reconocer en los países europeos o de América del Norte, donde todavía expresaban, con resonancias anticlericales y republicanas, las instancias (residuales, no obstante eficaces) de la laicicidad humanista e iluminista.
En vez de estar a la izquierda de la socialdemocracia, como la Centesimus Annus proponía, el papado se halló, así, replegado sobre la derecha del panorama social y sobre una derecha política que a menudo hacía guiños a los Tea Parties (también europeos).
Ahora el Papa alemán abdica. Es casi divertido oír hablar a la prensa de todo ese mundo que todavía tienen intereses en el acontecimiento (muy limitado, incluso si se considera el espacio global). Le pide al nuevo Papa que reconozca el ministerio eclesiástico de las mujeres, que vuelva colegiada –de un modo burgués—la administración de la iglesia, que garantice una posición de independencia respecto de la política… Pedidos banales. ¿Acaso tocan lo esencial?
Con toda seguridad, no: es la pobreza lo que falta a la iglesia. Y sería, al fin, el momento de comprender que el Papa no es un rey pero debe ser pobre, no puede sino ser pobre. ¿Tratarán de enmascarar el problema promoviendo a un africano, o a un filipino, al papado? ¡Qué horrible gesto racista sería si el Vaticano y sus oros y sus bancos y su política dogmática a favor de la propiedad privada y del capitalismo, siguieran siendo blancos y occidentales! Piden que se conceda a las mujeres el sacerdocio: ¿no es hipocresía ppura, cuando no se les pasa siquiera por la antecámara del cerebro que Dios pueda ser declinado en femenino? Quieren colegialidad en la gestión de la iglesia: pero ya Francisco enseñó que la colegialidad podía darse solo en la caridad. Etc., etc.
La iglesia del Papa polaco y del Papa alemán ha concluido el proceso de aniquilación del Concilio Vaticano II, y esta liquidación, desgraciadamente, no ha representado jamás una “guerra civil” en el interior de la iglesia de roma, sino sólo unas estocadas entre prelados –también sangrientas, como en el caso de la neutralización del cardenal Martini, pero siempre se trató de esgrima. Así, poniendo una piedra encima del Concilio, estos dos últimos papas han bloqueado un impetuoso movimiento de renovación religiosa. Sobre todo han confundido a la iglesia y Occidente, el cristianismo y el capitalismo: era aquello que la Centesimus Annus prometía no hacer más una vez salidos de la histeria antisoviética.
No bastaba, sin embargo, con proclamar la pobreza para subordinar las formas de vida del Occidente capitalista al cristianismo: tocaba practicar la pobreza, alimentarla, como una revolución. Ante las crisis monetarias, productivas y sociales, los cristianos habrían deseado una nueva y adecuada definición de la “caridad”, del “amor por el prójimo”, de la “potencia de la pobreza”, de parte de la iglesia. No la han obtenido. Y, con todo, mucho militantes cristianos rechazan esta declinación que el Vaticano y Occidente parecen recorrer juntos.
Algunos piensan, entonces, que “la renuncia de Benedicto podría finalmente conducir a la iglesia fuera del siglo XIX”; otros, que producirá una reflexión profunda y el reconocimiento de la necesidad de una reforma. ¿Pero no tienen en cambio razón aquellos que piensa que nos hallamos delante de “la agonía de un imperio enfermo”? ¿Y que aquel gesto de Benedicto no es otra cosa que una coartada oportunista, una tentativa extrema de huir de la crisis?
Lo único de lo que estamos seguros es de que cualquier reforma doctrina será totalmente inútil si no es precedida, acompañada y terminada mediante una reforma radical de las formas de presencia social de la iglesia, de sus mujeres y de sus hombres. Solo si estos logran ligar la esperanza celeste y la terrena. Y entonces, a hablar de nuevo de la “resurrección de los muertos” ocupándose de los cuerpos, del alimento, de las pasiones de los hombres que viven. Esto implica romper con la función que el Occidente capitalista ha confiado a la iglesia –la de pacificar, con esperanzas vacías, al espíritu que sufre; la de tornar culpable el alma de quien se rebela. La discontinuidad producida por la abdicación de Benedicto suscitará efectos de renovación cuando la acompañe el rechazo a representar la “Iglesia de Occidente”. Quizás ha llegado el momento de destruir esta identidad sobre la estela de cuando había propuesta la Centesimus annus más de veinte años atrás y de reconocer a los trabajadores la identidad de los explotados, en Occiente, por Occidente. Pero si no lo logró el Papa polaco de entonces, es dudoso que pueda lograrlo un alumno suyo de carisma débil. La obra ha sido legada, pues, a los cristianos. A todos nosotros.
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