Una foto de diez jóvenes limeñas en la Avenida Abancay con el torso desnudo, con dos palabras en el pecho “Yo aborté”, frente al Congreso de la República —ese congreso que niega la posibilidad de que las mujeres decidamos si queremos o no abortar después de una violación— es la respuesta más contundente a... la estulticia del congresista Juan Carlos Eguren sosteniendo razones absurdas y pseudocientíficas para recortar derechos. Resulta que ahora, mientras estoy cerrando esta columna, me avisan que la foto ha sido “censurada” por el Facebook, así como, recuerdo, hace un tiempo me censuraron una foto de Simone de Beauvoir desnuda de espaldas. (¿Y por qué no censuran esas fotos en las que sicarios escriben “Te amo” con balas calibre 9 mm?, ¿balas sí, pechos no?)
Esas jóvenes, algunas de las cuales conozco desde niñas, desafían a los padres de la patria y al convervadurismo de una sociedad pacata que requiere urgentemente un par de cachetadas en sus mejillas empolvadas de hipocresía. Estoy imaginando la pregunta de la estulticia: “¿guerrera por calatearse?”. Sí, porque pasan a la acción en lugar de mirar desde el balcón.
Esas mujeres peruanas, como tantas otras ancianas, mayores, asháninkas, aymaras o campesinas, son desafiantes. Y no desafían porque se sientan orgullosas de un aborto, ¡por supuesto que no!, sino porque a sabiendas de que está sancionado por el Código Penal, lo grafican en sus propios cuerpos, esos cuerpos que no son sobre los cuales se llevó a cabo una batalla, sino un arma desnuda y resplandeciente.
Y pienso en otras jóvenes guerreras peruanas como ellas que desde sus diferentes oficios y caminos van consolidando otra manera de pensar y abriendo el paso para que más mujeres tengan acceso a educación, salud pública gratuita, justicia, trabajo digno, igual salario, recursos y tantas otras necesidades en las que aún estamos a la zaga de los varones.
Por ejemplo, pienso en la joven campesina M.M. que logró armarse de valor y denunciar al médico Salomón Horna que la violó en el Hospital Carlos Monge de Puno en 1996 (el mismo individuo violó posteriormente a R.M. y a A.U.A.S.). También recuerdo a su joven abogada Candelaria Quispe Ponce, así como a todas las compañeras de DEMUS que, contra viento y marea, llevaron el caso hasta la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Pienso, asimismo, en mi ícono de mujer guerrera y valiente, la señora Giorgina Gamboa, que en 1980 fue violada por siete policías, salió embarazada, la trajeron a Lima, quiso abortar pero no se lo permitieron; posteriormente antes de entregar a su hija en adopción, decide criarla y hoy, a los 35 años de los hechos, ha logrado estabilidad psíquica y una familia sencilla, pero aún no logra justicia. Ellas, de manera simbólica, expusieron su cuerpo limpio ante la gente, sus pechos y sus tripas, para que otras no pasen por el mismo dolor.
Así, también, pienso en otras mujeres singulares e insulares como Blanca Varela, a quien se le respetó con los años, pero al principio pocos la consideraban como un “poeta a secas” a pesar de que eso mismo escribió Octavio Paz en el prólogo de su primer libro. Ella sabía la procesión que llevaba por dentro por eso, simplemente, dijo alguna vez: “Nadie sabe mis cosas…”.
Pienso en mujeres como la cantautora Sara Van, una chiquilla peruana que migra a Madrid con su familia, y que hoy después de un disco singular, con voz áspera y potente, y muchos tatuajes en los brazos hechos sin arte pero con pasión, es escuchada por la industria y producida por Pelo Madueño para cantar: “No quiero ser el hombre/ que se ahoga en su llanto/ de rodillas hechas llagas/ postrado ante el tirano…”
Esta kolumna fue publicada el día de hoy en La República.
Publicada en: https://kolumnaokupa.lamula.pe/2015/06/16/grrrrrrrruerreras/rociosilva/
Esas jóvenes, algunas de las cuales conozco desde niñas, desafían a los padres de la patria y al convervadurismo de una sociedad pacata que requiere urgentemente un par de cachetadas en sus mejillas empolvadas de hipocresía. Estoy imaginando la pregunta de la estulticia: “¿guerrera por calatearse?”. Sí, porque pasan a la acción en lugar de mirar desde el balcón.
Esas mujeres peruanas, como tantas otras ancianas, mayores, asháninkas, aymaras o campesinas, son desafiantes. Y no desafían porque se sientan orgullosas de un aborto, ¡por supuesto que no!, sino porque a sabiendas de que está sancionado por el Código Penal, lo grafican en sus propios cuerpos, esos cuerpos que no son sobre los cuales se llevó a cabo una batalla, sino un arma desnuda y resplandeciente.
Y pienso en otras jóvenes guerreras peruanas como ellas que desde sus diferentes oficios y caminos van consolidando otra manera de pensar y abriendo el paso para que más mujeres tengan acceso a educación, salud pública gratuita, justicia, trabajo digno, igual salario, recursos y tantas otras necesidades en las que aún estamos a la zaga de los varones.
Por ejemplo, pienso en la joven campesina M.M. que logró armarse de valor y denunciar al médico Salomón Horna que la violó en el Hospital Carlos Monge de Puno en 1996 (el mismo individuo violó posteriormente a R.M. y a A.U.A.S.). También recuerdo a su joven abogada Candelaria Quispe Ponce, así como a todas las compañeras de DEMUS que, contra viento y marea, llevaron el caso hasta la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Pienso, asimismo, en mi ícono de mujer guerrera y valiente, la señora Giorgina Gamboa, que en 1980 fue violada por siete policías, salió embarazada, la trajeron a Lima, quiso abortar pero no se lo permitieron; posteriormente antes de entregar a su hija en adopción, decide criarla y hoy, a los 35 años de los hechos, ha logrado estabilidad psíquica y una familia sencilla, pero aún no logra justicia. Ellas, de manera simbólica, expusieron su cuerpo limpio ante la gente, sus pechos y sus tripas, para que otras no pasen por el mismo dolor.
Así, también, pienso en otras mujeres singulares e insulares como Blanca Varela, a quien se le respetó con los años, pero al principio pocos la consideraban como un “poeta a secas” a pesar de que eso mismo escribió Octavio Paz en el prólogo de su primer libro. Ella sabía la procesión que llevaba por dentro por eso, simplemente, dijo alguna vez: “Nadie sabe mis cosas…”.
Pienso en mujeres como la cantautora Sara Van, una chiquilla peruana que migra a Madrid con su familia, y que hoy después de un disco singular, con voz áspera y potente, y muchos tatuajes en los brazos hechos sin arte pero con pasión, es escuchada por la industria y producida por Pelo Madueño para cantar: “No quiero ser el hombre/ que se ahoga en su llanto/ de rodillas hechas llagas/ postrado ante el tirano…”
Esta kolumna fue publicada el día de hoy en La República.
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