Los mundiales siempre han sido un
fraude. Lo fueron cuando Chile, a patadas, sacó a Italia de la competencia en 1962.
O cuando Italia, a la mala y al estilo fascista, obtuvo la copa en 1934. O
cuando Argentina, para pasar a la siguiente ronda, goleó a un Perú vendido y
maniatado en 1978. O cuando Inglaterra venció a Alemania después de un gol
fantasma en 1966. O cuando Materazzi hizo expulsar a Zidane. O cuando Didí, con
su perversa alineación, nos obligó a perder frente a Brasil en 1970. Y...
no sigo porque me cansa esta enumeración de la cochinada en pantaloncito.
no sigo porque me cansa esta enumeración de la cochinada en pantaloncito.
Ayer, un japonés que parecía Fujimori
decidió que Brasil tenía que ganar con su ayuda e inventó un penal donde sólo
hubo una caída histriónica. Eso, muchos minutos después de no haber expulsado
al sobrestimado Neymar por agredir a un rival. La falta imaginaria y el gol
deshonroso del impune Neymar hicieron que Croacia adelantara sus líneas lo que
facilitó el tercer gol de Brasil. Me hizo recordar a Wembley en 1966, cuando
los alemanes, desesperados por empatar luego del gol validado indebidamente a
los ingleses, precipitaron el desenlace. A mí me encanta el fútbol por las mismas
razones que a los demás mortales: porque en el juego uno ve lo que en la vida
es muy difícil de ver. En el fútbol alguien gana, hay metas cumplidas, emociones. La grisura de la vida,
en cambio, carece de arcos. En la vida de las gentes no hay goles que cantar.
La vida es un empate ceniciento con un rival que es uno mismo. Por eso se ama
el fútbol: porque
de esos minutos sale un neto
vencedor y un claro derrotado y todo es fácil de ver y de apreciar. Una suma, una
resta, una copa, un grito: eso es el fútbol. En la vida hay, por lo general, un
atasco en el medio campo, una sobrepoblación en las defensas y una multitud de
arqueros que te impedirán la pasión del gol. El score en las lápidas, el
resumen aritmético de las vidas, debiera ser 0-0. En la vida no hay tiempo
suplementario ni definición forzada por penales. La parca mira su reloj y te la
canta. Nada más.
Amo el fútbol y por eso detesto
los mundiales, que son lo más parecido a la FIFA, esa mafia de sebosos probablemente
suizos que organizan los resultados, escogen a sus sicarios de pito en la boca
y se quedan con el grueso del dinero. El fútbol se maleó el día en que la FIFA
fue la ONU de la pelota, el Consejo de Seguridad de los campeonatos, la Cosa
Nostra de los penales por encargo. Lo de ayer fue una vergüenza más. Brasil,
que tiene a un millón de japoneses en su seno, ganó pero dio náuseas
futbolísticas. Es la medianía vestida de verde, pero el destino trazado en
Zúrich quiere verlo campeón de entrecasa. Y así será, si es que las cosas salen
según lo planeado por Blatter.
Miraré este Mundial con especial escepticismo.
Con la suspicacia de la experiencia. Con la sospecha que se merece un juego
donde el factor mafia –los árbitros, encarnación de la FIFA– sigue siendo
decisivo. El día en que las computadoras se hagan cargo de las decisiones y los
penales se calculen por parámetros de movimiento y fricción y los fueras de juego
por ojos justos y electrónicos y los fouls por referentes de una memoria maquinal,
ese será el día en que el fútbol será confiable. Mientras tanto, a seguir
creyendo que los partidos son impredecibles. Que en eso consiste la ilusión del
Mundial.
Publicado en Hildebrandt en sus trece.
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