Interesante artículo escrito por César Hildebrandt que merece leerse:
Por mas inesperada que sea,por mas heraldos que mande, la muerte es siempre una intrusa.Este es un homenaje personal a César Lévano y a su compañera de toda la vida
Por mas inesperada que sea,por mas heraldos que mande, la muerte es siempre una intrusa.Este es un homenaje personal a César Lévano y a su compañera de toda la vida
El actual director de "La Primera"en la sesión de fotos que aceptó.Fue hace un año y su esposa (de perfil,en el fondo) ya daba muestras del malestar que se la llevaría |
Mi oficina quedaba al frente de
la de César Lévano en ese cuchitril heroico de Camaná 615, oficina 308,
Revista Caretas, Quincenario Ilustrado.
Lo primero que aprendí de Lévano fue que podía haber gente de un buen humor inalterable.
Había estado en la cárcel y lo contaba si se lo preguntaban y sin lloriqueos.
Había perdido una pierna a los
once años de edad mientras vendía periódicos en una fea esquina, y lo
contaba, si alguien curioseaba en su vida, como quien cuenta que de niño
jugó fútbol en la segunda del Alianza Lima.
Quizá sólo se emocionaba -y eso
se notaba por un discreto temblor de voz- cuando hablaba, delante de un
vino compartido, de todo lo que lo esperó Natalia, su mujer, cuando él
estaba en El Frontón y ella en el limbo. Y cuando describía las pequeñas
cosas que ella le llevaba a la isla en los días de visita, que eran,
por orden de Esparza Zañartu, uno al mes y bajo vigilancia.
Lévano se había hecho comunista
por obra de la naturaleza. Era lógico que fuese comunista un hombre al
que el capitalismo de los Beltrán y los Odría sólo le había dado ira
santa y hambre de pagano. Y era una temeridad no carente de belleza ser
comunista cuando el Perú seguía siendo un virreinato detenido en el
tiempo y un garaje de los Prado.
Así que Lévano era comunista, el Perú era deposición oligárquica y todo estaba en orden. O parecía estarlo.
Cuando salió de prisión, lo
primero que hizo Lévano no fue preparar una Comuna ni un bolchevicazo.
Lo que hizo fue casarse, que fue no sólo un gesto de amor sino de
supervivencia.
Porque este periodista notable
había comprendido, en los años salados de la isla, que no sería capaz de
vivir sin la mulata hermosa que le había hecho caso y que no le había
mirado la cojera sino el alma. De modo que casarse era una redundancia
legal (pero necesaria) que él se apresuró en cumplir.
En la cárcel, Lévano había
convivido con presos políticos apristas y comunistas La peste de aquel
entonces) y "había tenido el honor" -esas eran sus palabras- de
tropezarse a cada rato con ladrones mil veces reincidentes, asesinos
inspirados o de pago, estafadores con la imaginación de Verne, locos tan
locos que se creían libres y de vacaciones en una isla del Pacífico.
Pero también se había visto a solas con su vida y lo que decidió,
después de lo del matrimonio que consumaría, fue que debía leer todo el
día, a sol y a vela, con asma o sin ella, y que debía aprender los
idiomas que el vértigo de la calle, la pobreza y la política no le había
permitido aprender.
Así que aprendió francés, inglés
y bastante italiano y alemán. Y cuando salió en libertad y empezó a
escribir como periodista para ganarse el pan, tuvo la ventaja
considerable, frente a muchos de sus
colegas de generación, de haber
leído la edición semanal de Time y lo que podía conseguir de Le Monde y
de la prensa germana o italiana.
Lévano había nacido con talento,
esa gracia que los ateos atribuimos a las fuerzas aleatorias y que las
señoras de morado en los octubres de ceniza le atribuyen a Dios. ¡Pero
cuántos talentos he visto perderse en la sopa sucia de la bohemia y la
autodestrucción! Porque el talento también se despilfarra.
No sucedió eso con él, a pesar
de esa vena jaranera que podía noquearlo de amanecida y resaquearlo sin
grandes consecuencias. Y estoy absolutamente convencido de que para eso,
para que los brindis a pico y las voces agitadas no se lo llevaran como
si fueran mareas de quebranta, fue decisiva Natalia, la callada y dulce
Natalia que siempre estaba allí, mujer y compañera, hermana y madre,
amante y confidente, todo de una sola vez.
Pienso en Lévano, con el que
tan¬to compartí, y me pongo triste. No sólo por Natalia, en cuya casa
cáli¬damente inacabada estuve más de una vez a invitación de su marido,
sino porque comparo su carrera y lo que llegó a ser con las generaciones
actuales de periodistas. Lévano salió de la nada, a empellones se hizo,
a punta de terquedad se construyó. Y llegó a amar a Goethe o a
Beethoven, a Vallejo o a Alberti, a Alicia Maguiña o Edith Piaf, no
porque proviniese de un vecindario donde esos nombres fueran
frecuentados sino porque siempre supo que, sin cultura ni arte en las
entrañas, el periodismo sirve para hacer cucuruchos y como papel de
emergencia en baños lúgubres.
Si algo aprendí de Lévano -lo
poco que mi edematosa vanidad de aquellos tiempos me permitió aprender
de él- es que los periodistas somos, sobre todo, trabajadores de la
cultura. Y que por eso el lenguaje es nuestro pai¬saje, la educación
nuestra compinche, los libros nuestros guardaespaldas.
Miro a tantos jóvenes de hoy
sometidos a la castración de las 140 palabras, twiteando estupideces,
devorados por las mentiras, negados para la duda, deseosos de escribir
en modo gris aquello que no importa un carajo, y siento pena. Ese mundo
en el que las librerías eran importantes, y Flaubert o Telemann
imprescindibles, y las películas de Visconti abrigadoras y las de
Antonioni literarias, ese mundo ha estallado y ahora es un agujero negro
de bits, una bestia galáctica hecha de surtidas nadas y que todo lo
engulle sin propósito. Porque el paraíso prometido era esta ignorancia
de tumulto, esta ruina intelectual y moral que los indignados del mundo
denuncian sin éxito y que los estudiantes de Chile empiezan a ver con
lucidez.
Lévano se ha quedado solo. El
consuelo para los que lo queremos es que un hombre como él, de su
calidad sin aspavientos y su pobreza ejemplar, tiene que estar
acostumbrado a una cierta estirpe de soledad: la que experimentan las
personas extraordinarias.
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