El incidente que tuvo la primera dama, Nadine Heredia, cuando viajaba en un auto, mostró los beneficios que puede tener el poder, señala Augusto Álvarez Rodrich en el diario La República. Así, comenta que, más allá del sueldo que reciban, “pasarse la luz roja es algo que no tiene precio”.
Eliminemos los privilegios absurdos del poder.
El choque del automóvil en el que viajaba Nadine Heredia puso de manifiesto un tema de fondo: la antigua y absurda creencia de...
que estar en el poder –una pascana siempre efímera y pasajera– otorga una patente de corso para creerse superior.
Un paréntesis indispensable: el hecho de que Heredia se desplace en un automóvil que no es oficial sino en una camioneta de propiedad de una ONG privada que se reveló que recibía cooperación del extranjero es algo muy extraño que debe ser aclarado, cuanto antes, con toda transparencia. Y da lo mismo si esta ‘ayuda’ es chavista o de donde sea, pues la primera dama debiera, para evitar cualquier conflicto de interés, desplazarse en transporte del Estado.
Volviendo al gusto de desplazarse por la ciudad como jeque, una vez me contaron del presidente de un banco de Boston que, a inicios de los ochenta, le ofrecieron volver al Perú para ser ministro, y cuando le preguntaron cómo así se animó a dejar un sueldo anual de más de un millón de dólares, respondió: “pasarse la luz roja es algo que no tiene precio”.
Lo mismo hizo ayer el presidente Ollanta Humala pues también se pasó la luz roja con todo desparpajo. Y cuando Daniel Abugattás dejó la presidencia del Congreso dijo que lo único que iba a extrañar era viajar de su casa al trabajo en tiempo récord, con liebre y circulina.
Será cómodo, pero son expresiones de evidente abuso de autoridad. Lo que pasa es que, lamentablemente, en el Perú se asume que el que llega al poder puede hacer lo que le da la gana en la vida cotidiana, y una de las principales expresiones de esta obvia conchudez es pasarse la luz roja. Y, encima, ni pagan las multas por infringir las reglas de tránsito.
No tiene por qué ser así. Uno de los hechos que más me impresionó de Singapur –un país con un respeto casi obsesivo por las reglas– fue que, luego de una cita que tuve con su canciller, este me acompañó desde su despacho, pasando por un largo corredor, el ascensor, otro corredor enorme, y así hasta llegar a la calle. Cuando le agradecí la cortesía, me respondió que, en realidad, pudo despedirse de mí en su misma oficina pero quería fumarse un cigarro y eso estaba prohibido en el edificio.
Qué diferencia con ese ministro que hace poco vi llegar al estadio una noche que jugaba la selección metiendo el carro con prepotencia entre la gente, especialmente porque antes de tener un fajín hacía su colita para entrar a Oriente. O sea, como todos.
Cuando nuestros ‘poderosos’ empiecen a vivir ‘como la gente’ este país va a funcionar mejor pues ‘los de arriba’ van a ser más conscientes de los problemas que tienen ‘los de abajo’ y, de repente, hasta se animan a resolverlos. No sean tan conchudos.
Fuente: La República
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