Yo estaba regresando de Montevideo, al cabo de un viaje. De dónde
venía, no recuerdo, pero sí recuerdo que en el avión había leído El zorro de arriba y el zorro de abajo,
la novela final de José María Arguedas. Arguedas había empezado a
escribir ese adiós a la vida el día que... decidió matarse, y la novela era
su largo y desesperado testamento. Yo la leí y le creí, desde la
primera página le creí: aunque no conocía a ese hombre, le creí como si
fuera mi siempre amigo.
En El zorro, Arguedas había dedicado a Onetti el más alto elogio que un escritor pueda brindar a otro escritor: había escrito que estaba en Santiago de Chile, pero que en realidad quería estar en Montevideo, para encontrarse con Onetti y apretarle la mano con que escribe.
En El zorro, Arguedas había dedicado a Onetti el más alto elogio que un escritor pueda brindar a otro escritor: había escrito que estaba en Santiago de Chile, pero que en realidad quería estar en Montevideo, para encontrarse con Onetti y apretarle la mano con que escribe.
En casa de Onetti, se lo comenté. Él no sabía. La novela, recién publicada, no había llegado todavía a Montevideo. Se lo comenté, y Onetti quedó callado. Hacía bien poco que Arguedas se había partido la cabeza de un balazo.
Los dos estuvimos mucho tiempo, minutos o años, en silencio. Después yo dije algo, pregunté algo, y Onetti no contestó. Entonces alcé los ojos y le vi aquel tajo de humedad que le atravesaba la cara.
Eduardo Galeano - El libro de los abrazos.
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