Celebrando la célebre novela de Julio Cortázar
el traductor –y autor de un ensayo introductorio– de los cuentos completos de Edgar Allan Poe, en la edición de Alianza editorial.
Luego descubriría sus cuentos, memorables e inolvidables como “Continuidad de los parques” o “Casa tomada”, por citar un par, así, al azar casi. Pero si con sus cuentos me había vuelto un asiduo lector suyo, fue con Rayuela con la que se produjo un nivel de sintonía mayor. Era aún un adolescente de 17 años cuando llegó a mis manos aquel fascinante libro, en edición de Alfaguara y, aún ahora, me recuerdo leyéndolo febrilmente en todos los lugares posibles: en la cafetería o en la biblioteca de la universidad –robándole horas a algunos cursos aburridos–, en el ómnibus camino a casa, en la cola del Banco o de CLAE –para quienes lo recuerden–, en el viejo sillón que tenía en mi habitación. Todo resquicio de tiempo se tornaba en una ineludible invitación a sumergirme en sus páginas.
Rebelde y adolescente, y algo agotado de la seriedad temática de Mario Vargas Llosa, la lectura de Rayuela significó en aquel momento una brisa de aire frío en un espacio hasta ese momento cerrado. La propuesta lúdica que Cortázar planteaba desde el inicio del libro: las dos posibles lecturas que nos proponía, además de la posibilidad de elaborar las nuestras, es un primer ejemplo de lo novedoso de aquella obra.
Es cierto que para algunos escritores y críticos Rayuela ha envejecido mal. Sin embargo, esa concepción fragmentaria que presenta el libro no sólo era una novedad por aquel tiempo, en el que apareció (1963) –no recuerdo algún otro caso–, sino que ahora se ha convertido en moneda corriente dentro de la novela posmodernista. Algunos la llamaron en su momento una “antinovela”, precisamente porque dinamitaba las estructuras de lo que era el género de novela por aquella época. Cortázar, no obstante, pensaba de una manera distinta: decía que en todo caso tendría que denominarse una “contranovela”, pues lo que planteaba era otra manera de concebirla.
Otro aspecto importante, que a mí me sorprendió gratamente, por ejemplo, es que más allá de la trama, el talento y genio del autor se luce en la brillante construcción de los personajes. Cómo olvidar a Horacio Oliveira, aquel argentino romántico, que hablaba de cualquier tema con un envidiable dominio y cuyo estado permanente era el de búsqueda. Pero si Oliveira se volvió un personaje cercano, entrañable por momentos, fue la Maga la que me sedujo. Confieso que por aquel tiempo me enamoré de aquel ser transparente, de una inocencia y una ternura que no dejaban de conmoverme. Aún recuerdo el estremecimiento al descubrir la muerte de su pequeño hijo Rocamadour.
Mucho tiempo después de haberla leído por primera vez, observo mi viejo ejemplar y advierto que es uno de los libros que más he subrayado. Por ejemplo, este fragmento del capítulo 6:
“A Oliveira le fascinaban las sinrazones de la Maga, su tranquilo desprecio por los cálculos más elementales. Lo que para él había sido análisis de probabilidades, elección o simplemente confianza en la rabdomancia ambulatoria, se volvía para ella simple fatalidad. “¿Y si no me hubieras encontrado?”, le preguntaba. “No sé, ya ves que estás aquí…” Inexplicablemente la respuesta invalidaba la pregunta, mostraba sus adocenados resortes lógicos. Después de eso Oliveira se sentía más capaz de luchar contra sus prejuicios bibliotecarios, y paradógicamente la Maga se rebelaba contra su desprecio hacia los conocimientos escolares. Así andaban, Punch and Judy, atrayéndose y rechazándose como hace falta si no se quiere que el amor termine en cromo o en romanza sin palabras. Pero el amor, esa palabra…”
Hoy se cumplen 50 años de la aparición de Rayuela –bajo el sello de la editorial Sudamericana, la misma que publicaría Cien años de soledad de García Márquez–. Una inmejorable ocasión para celebrarla. Que suene la música. Y si es jazz, mejor. A Julio le habría encantado.
Fuente: http://carlosmsotomayor.lamula.pe/2013/06/28/rayuela-50-anos/carlossotomayor/
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