Carlos Meléndez ha tocado en estos días uno de los temas que me parecen sumamente importantes para comprender al país: la memoria histórica. En un debate político coyuntural y sin mayores pretensiones a futuro, quizás pensando que con tener más plata podemos cimentar un proyecto conjunto, nuestra mirada al pasado sigue siendo una sucesión de...
dicotomías simplistas. Una que aún no pasa de la dinámica de héroes-villanos enfrentándose y enfrentándonos aún en discusiones sin ningún punto de convergencia. Y aquí no importa el color del santo, pareciese que solo nuestros argumentos desesperados pueden ir más allá de la dominación y la resistencia.
Los entendidos reclaman tiempo, una visión de episodios tan cercanos no es posible objetivamente. Una cosa es analizar fenómenos concretos y otra construir una narrativa. Hugo Neira señalaba en uno de sus mejores libros que habría “que desconfiar de la historia quemante, inmediata, politiquera, de golpes de Estado y de sucesión de presidentes (…) eso es lo que son las historias de los decenios finales del siglo XX peruano”. Un balance interesante si uno revisa la narrativa que acompañan los sucesos del último siglo en general, aún tomando en cuenta la cercanía del autor con el gobierno de Velasco Alvarado. Lo mismo había pasado en un momento con la independencia, y luego así con otros periodos importantes. Pero no es solo la distancia sino el trajín en ese espacio temporal el que marca el devenir de la interpretación histórica, un elemento sumamente político si se quiere.
Y es aquí donde también entra el recuerdo de los peruanos y sus élites sobre cada momento. Qué difícil es ir, como señalaba hace unos años Alberto Vergara, más allá de la imagen de los gobiernos en sí mismos para comprender la época y el surgimiento de ‘reformistas prepotentes’ del cuño de Velasco, o nuestro más reciente ‘chino providencial’. La imagen absoluta, normalmente negativa, envuelve nuestros debates. Es el ser o no ser de los adjetivos, donde el matiz solo sirve para aquellos que nos caen bien o que hicieron lo que creemos que era mejor. “Velasco/Fujimori era un dictador, pero…”. No importa el color del feligrés, la lógica argumentativa es la misma bien si uno “liquidó a la oligarquía”, bien si el otro “construyó las bases del crecimiento económico”. No hay espacio para la reflexión mesurada o para el punto medio, nos consumimos en el calor de la batalla (¿Han revisado las discusiones sobre el neoliberalismo, precisamente, a raíz del libro de Vergara?).
Otros dicen que el problema es que muchos actores relevantes en su momento siguen activos, siendo el ya nada joven Alan García un ejemplo personalista, pero con él su partido y también el fujimorismo. Han pasado diez años de la entrega del Informe Final de la Comisión de la Verdad sin haber calado en la población ni generar un debate informado, puro bochinche. No solo la matanza de los penales, sino la crisis económica ha pasado por agua fría, la historia quemante y el surgimiento de Alberto Fujimori convirtieron a esa etapa como una sombra poco clara de la que vagamente los jóvenes saben que hubo muertos y vacas flacas. Y ni que decir de la corrupción en la segunda mitad de la década de los noventa. ¿Alan García es un mal gobernante que se redime una década después? ¿Fujimori es el salvador, el estadista que hoy manda recomendaciones por Twitter? Y lo mismo con algunos sectores de izquierda, que le pegan a la piñata de la democracia porque no pueden cambiar el modelo, restándole importancia a las instituciones. ¿Y qué decir de aquellos sectores que reivindican la violencia cuando es ‘justificada’?
Hay quienes reclaman el monopolio ideológico de los medios y su control sobre la imagen del país, la poca lectura de los jóvenes de la historia reciente. Sin embargo habría que ponerse la mano al pecho y pensar en cuán factible es que esto suceda. Y si sucediese, ¿está acaso la literatura académica exenta de reflexiones desiderativas y balances sesgados? Por eso la revisión histórica aporta en la construcción de nuestro presente para comprender dónde estamos y por qué. Salir un ratito del marco narrativo que nos impone la familia, el colegio, la universidad, los medios. Pensar. Y en ese sentido los trabajos rigurosos de historiadores y científicos sociales siguen contribuyendo significativamente en esta importante tarea, pero nos toca empezar a revisar estos trabajos sin dejar de lado una visión crítica. Solo así podremos llegar al Bicentenario sin repetir estos platos fríos.
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