Relato de un perro
- I
“Ya no recuerdo mi nombre. Las personas me llaman de mil formas y me ahuyentan de muchas más. Me han inventado un sinfín de...
calificativos, pero casi todos coinciden con uno: sucio. Es cierto, mi aspecto les produce repugnancia y algunos me odian. Les resulto insoportable, y es que estoy tan impresentable que parezco un pedazo de carne descompuesta, que va por la vida caminando en cuatro patas. La gente me mira con desconfianza y evita que me les acerque. Yo no tengo la culpa, no es mi intención ser lo que ahora soy. Un día desperté y estaba en la calle, muy lejos de casa. Hasta hoy sigo buscando el camino de regreso, pero creo que estoy perdiendo las esperanzas.
Mi dueño me llamaba Toby o, quizá, Boby; no recuerdo muy bien. Este frío me ha congelado la memoria y la piel. Era alto, delgado, de sonrisa ligera y parecía quererme mucho, como yo a él. Como un perro ama a su dueño, como un niño ama a su padre. Pero un día me enfermé; unas heridas, a modo de sarpullido, me salieron cerca al hocico. La picazón era insoportable y yo no dejaba de rascarme. Poco a poco mi salud empeoró. Las heridas seguían su camino por todo mi cuerpo. Yo buscaba atención. No lo conseguía.
Ya no dormía en el pedazo de colchón que estaba cerca a la sala, dormía en el corral de la casa, a la intemperie. Me convertí en una molestia, un bulto que no servía para nada. Ya no era divertido como antes. Nadie jugaba conmigo y yo no tenía el permiso para hacerlo. Me querían lejos. Mientras más, mejor. Pero yo quería estar cerca. El trato cambió. Dejé de ser la mascota engreída de casa, para ser un perro sucio y molestoso que se pasaba el día rascándose e inflamándose la piel.
El día en que salí de casa era de noche. También era invierno. Las luces tenues de las farolas del alumbrado público parecían apagarse mientras yo escuchaba el susurro de un cántico fúnebre. Hasta entonces aún me aferraba a la esperanza de retornar a mi hogar. Caminamos varias cuadras mi dueño y yo. Sentía frío y un puñal que atravesaba mi pecho de perro flaco. Miraba a todos lados sin saber a dónde íbamos. Aquella vez no lo supe. Luego lo entendí todo.
Llegamos a un lugar descampado. No había nadie. Cuando me di cuenta, estaba solo. Mi dueño subió a un auto y se fue. Nunca más lo vi. Corrí con todas mis fuerzas para alcanzarlo, jadee, me caí, me levanté, ladré y ladré. Perdí su rastro y perdí mi vida. Desde entonces, ando solo por las calles, ya no tengo dueño. Quizá no lo vuelva a tener.
Que me corran a palos, es un ejercicio diario. Que me echen agua, también. Pero alimentarme no lo es. Un día como, otro no. Algunos días existo, otros no. Ando por los mercados buscando comida, y voy rezando para que los vendedores se apiaden de este animal sin suerte. Quisiera hablar su mismo lenguaje y decirles que yo no elegí esta vida, que solo quiero calmar estas heridas y volver a casa.
Vivo una vida de perros. Adaptarme a ella es difícil. Aún no lo consigo. Qué injusta es la vida, nuestro pecado fue enfermarnos, llenarnos de pulgas o reproducirnos. Conozco a una amiga, tiene cinco cachorritos que nacieron sobre unas cajas de cartón y no tienen padre. Desde que salió de casa, la pobre se ha dedicado a traer hijos al mundo. Su dueño la abandonó porque dijo que tener animales en casa afectaba la salud del nuevo integrante de la familia, un bebé de un mes de nacido.
Hace unos días, una combi atropelló a Rambo, un perro amigo. Tiene una de las patas rotas y no puede caminar. Se queja y llora por las noches, cuando nadie lo ve. Alimentarse será difícil. Quizá no siempre lo logre. Esperará un tiempo, hasta que la herida cicatrice, para que vuelva a caminar. Qué diferente sería todo si nuestros dueños no nos hubieran abandonado. Si estás leyendo esto, regresa por mí, búscame, aún te espero”.
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