Por Iván Thays
No puedo imaginar un libro más auto-condescendiente que las memorias
Joseph Anton de Salman Rushdie. Luego de leer las casi 700 páginas he
terminado convencido de que Rushdie ha convertido la realidad en una
película donde es el único protagonista. Amigos, escritores,
intelectuales, políticos, policías, diplomáticos, lectores, periodistas,
ciudadanos y países enteros giran en torno a él. Si el libro resulta
asfixiante, claustrofóbico incluso, no es solo por la situación narrada
(un escritor obligado a...
esconderse al haber sido condenado a muerte por
el ayatolá Jomeini por escribir Los versos satánicos) sino por la
omniprescencia de Rushdie y su persecución. En un momento del libro, su
segunda esposa, la escritora norteamericana Marianne Wiggins, lo acusa
de creer que tiene el patrimonio exclusivo de la genialidad y también de
que, mientras convivía con él durante los años de la fatwa, nadie podía
hablar de otra cosa sino de sus problemas. Rushdie le devuelve el golpe
colocándose como víctima no solo del ayatolá sino de su ex mujer, a
quien califica de mitómana y envidiosa de su éxito en diversas partes
del libro; pero quizá debió escucharla. De haberlo hecho, Joseph Anton
sería algo más que esa minuciosa y obsesiva ennumeración de los detalles
de sus años clandestinos que convirtieron a todos en amigos o enemigos,
una línea divisoria que Rushdie traza de manera estricta. No existe
termino medio. O se está completamente a favor de él, o se está a favor
del fundamentalismo y en contra de la libertad de expresión.
Ciertamente, existe mucho de engreimiento en este libro. Incluso la
extraña decisión de contar la historia en tercera persona (quizá para
dejar en claro que no se está escribiendo la historia de Rushdie y menos
aún de Salman, sino de un tal Joseph Anton, atribulado escritor
perseguido por asesinos musulmanes y a quien sus guardaespaldas llaman
simplemente “Joe”) termina siendo contraproducente, pues parece decirnos
todo el tiempo: “miren lo que le pasó a este pobre hombre, miren qué
mal la pasa… y puede pasarla peor”.
Es verdad, insisto, que hay engreimiento y auto-compasión, pero
también es cierto que aquello que Rushdie cuenta en Joseph Anton no es
una mentira, ni siquiera una exageración. Sucedió. Y por encima de
cualquier juicio a la obra o a la personalidad egocéntrica del autor,
debemos poner las cosas en su sitio. Salman, Rushdie, Joseph Anton o
Joe, es un hombre al que se le condenó a muerte por escribir un libro.
Alguien a quien se le censuró por no estar de acuerdo con personas con
las que no tenía por qué estar de acuerdo (su hermana, uno de los
personajes entrañables que logran escapar de la tiranía del
protagonista, cuando él observa asustado por TV las manifestaciones de
fanáticos que lo acusan de haber traicionado a su pueblo, le recuerda
“esas personas no son tu gente, nunca lo fueron, tú no eres como ellos”)
y al que se le obligó a vivir escondido, privado de la libertad,
esperando todos los días noticias nuevas que cada vez son peores, solo
por escribir algo que un grupo de personas -que sin duda ni siquiera
habían leído el libro- juzgó peligroso, sacrílego o simplemente
inoportuno.
Rushdie no necesita ponerse en el papel de víctima -y acusar con el
dedo a todos lo que no lo apoyaron completamente o se arriesgaron por
él- porque él es realmente una víctima. Si hay algo memorable en el
libro, una verdadera lección, es la incertidumbre de Rushdie ante la
condena de muerte. Primero, intenta demostrar con argumentos que su
libro ha sido mal interpretado y que la crítica contra Mahoma es no solo
válida sino histórica. Luego, estresado por el encierro, acepta firmar
una carta donde se declara musulmán y, de algún modo, pide perdón por el
daño causado y asume las consecuencias de sus actos. Ninguna de las dos
opciones tiene un efecto positivo. A los asesinos no les interesan los
argumentos y los fanáticos desconfían de las conversiones de última
hora. Lo que quieren todos es la cabeza de Rushdie, quieren el trofeo
que demuestre a Occidente que ellos se rigen por otros principios y que
siempre devuelven el golpe con más fuerza, incluso antes de recibir el
primer golpe.
Así, Rushdie aprende que obtener la libertad que necesita un
auténtico escritor implica, necesariamente, un acto solitario y la
aceptación de que nunca será del agrado de todos. Esa es la gran lección
de Joseph Anton, la lección que la clandestinidad y la fatwa enseñan a
todos los artistas del mundo: aquel que quiere decir la verdad, su
verdad, no puede esperar que no existan reacciones de quienes no quieren
escucharla.
El precio de ser consecuente es ganarse enemigos. El precio de optar
por la libertad creativa siempre será la intolerancia. Que Rushdie, y
todos nosotros, hayamos tenido que aprender eso a través de una condena
de muerte es muy lamentable. Y es aún más lamentable, luego de cerrar el
libro y pese a saber que la fatwa ha sido levantada y que Rushdie ya no
se esconde, seguir temiendo que exista un fanático que no necesite de
una fatwa ni de los 3.3 millones de dólares para atentar contra su vida.
Rushdie se ha convertido en un portaestandarte contra la censura, ha
logrado desmarcarse de Los versos satánicos y ahora defiende la
literatura, la creación artística. Habla por todos nosotros y ha escrito
estas memorias. Pero sigue habitando en un mundo de fanáticos para
quienes la vida -ni la suya ni la del resto- no vale nada. Todos sabemos
-y él más que ninguno- que mientras reclame el privilegio de poder
pensar distinto nunca estará seguro. Aún corre peligro. Es terrible
decirlo pero, como todos los hombres realmente libres, Joseph Anton
tendrá que vivir su vida hasta que muera.
Fuente: http://lamula.pe/2012/11/28/joseph-anton-debe-vivir-hasta-que-muera/prueba2009
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