Por Mario Vargas Llosa
Para el diario "La República"
La CIA, el FBI y los más altos jerarcas militares de los Estados
Unidos están descubriendo solo ahora lo que cualquier lector de
literatura ha sabido desde siempre: que una amante celosa es de temer y
puede provocar grandes catástrofes.
Estos son, hasta ahora, los hechos conocidos del extraordinario
culebrón que remece al país más poderoso de la tierra. La señora Jill
Kelley, una vistosa morena, esposa de.......
un respetado cardiólogo de Tampa
(Florida), empezó a recibir hace algunos meses unos e-mails anónimos
amenazantes, acusándola de coquetear con el general David H. Petraeus,
jefe de la Agencia Central de Inteligencia y el militar más condecorado,
distinguido y admirado del país. Uno de los e-mails responsabilizaba a
la señora Kelley de haber “tocado” al general por debajo de la mesa.
Alarmada con este hostigamiento, la señora Kelley alertó a un agente del
FBI, que era su amigo y que, sea dicho de paso, acostumbraba enviarle
fotos cibernéticas con el pecho desnudo y luciendo sus bíceps. El agente
informó a sus jefes y el FBI inició una investigación a resultas de la
cual descubrió que la anónima fuente de los e-mails era la señora Paula
Broadwell, también esposa de médico, madre de dos hijos, antigua reina
de belleza, campeona deportiva en la Academia Militar de West Point, con
una maestría en Harvard y autora de una ditirámbica biografía del
general Petraeus.
Interrogada por los agentes del FBI, Paula reconoció los hechos y
entregó su ordenador a los investigadores. En él estos descubrieron
documentos clasificados relativos a la seguridad nacional y abundantes
e-mails del general Petraeus a Mrs. Broadwell de, señala el informe,
“exaltada sexualidad”. La dama en cuestión negó que hubiera recibido
esos documentos secretos del jefe de la CIA, pero reconoció que ambos
habían sido amantes. Los investigadores entrevistaron al general, quien,
negando también categóricamente haber suministrado información
confidencial a su biógrafa, admitió el adulterio. (Paula Broadwell viajó
seis veces a Afganistán, documentándose para su biografía, cuando el
general Petraeus era allí el jefe militar de todas las fuerzas de la
OTAN). Aunque no se haya podido probar falla alguna en el ejercicio de
sus funciones como consecuencia de su relación con Paula Broadwell, el
general Petraeus renunció a su cargo, el presidente Obama aceptó su
renuncia y, de la noche a la mañana, una de las figuras más prestigiosas
de Estados Unidos y poco menos que un ídolo para los oficiales y
reclutas de sus Fuerzas Armadas quedó desacreditado, bañado en la mugre
de la prensa escandalosa y, probablemente, con un serio contencioso
conyugal por resolver.
Esta es solo una de las ramas de la historia. Porque esta se bifurca
a partir de su punto de partida, es decir, de Mrs. Jill Kelley, la que
recibía los anónimos belicosos de la amante celosa. Cuando los
investigadores del FBI la entrevistaron, Jill accedió a entregarles su
ordenador, y, allí, aquellos encontraron un tesoro chismográfico-sexual
de proporciones ciclópeas: decenas de miles de e-mails de picante
retórica enviados a Jill nada menos que por el general John Allen, que
desde hace año y medio sucedió al general Petraeus como comandante en
jefe de las fuerzas militares en Afganistán y a quien el gobierno de
Estados Unidos había propuesto para ser el próximo comandante supremo de
la OTAN (esta propuesta ha sido suspendida a raíz del escándalo). El
Ministerio de Defensa, que investiga estos e-mails, los califica
provisionalmente de “indebidos e impropios”.
El general John Allen, un marine lleno de condecoraciones y de
guerras a cuestas, ha negado haber tenido jamás relaciones adúlteras con
la señora Kelley, y sus amigos y defensores alegan que el general lo
más que se permitía, en estos intercambios cibernéticos con Jill, eran
picardías verbales. Esto, si es verdad, en vez de exonerarlo, agrava su
culpa y demuestra que, aunque no sea un adúltero, sí es, sin la menor
duda, un cacaseno. Porque, según The New York Times de esta mañana (14
de noviembre), el número de páginas de los textos requisados de la
computadora de la señora Jill Kelley que proceden del general Allen
oscila entre las “20 mil y 30 mil”. Yo me paso la vida escribiendo y sé
el tiempo que toma redactar una página. Para borronear de 20 mil a 30
mil, el general Allen, aunque escribiera con la velocidad del viento que
se atribuye a Alexander Dumas, debe haber dedicado varias horas diarias
de los 16 meses que lleva en Afganistán. ¡Y lo hacía solo para matar el
tiempo y provocar sonrisas y algún sonrojo a una dama a la que ni
siquiera amaba! No me extraña que la guerra en Afganistán ande como
anda, que cada día los fanáticos talibanes cometan atentados más
exitosos. Pero lo que es desolador es que a diario caigan víctimas de
esos horrores tantos jóvenes soldados enviados allí por los Estados
Unidos y sus aliados a defender unas ideas y unos valores que ciertos
jerarcas militares parecen tomar muy poco en serio.
Siempre me ha impresionado en los países de tradición protestante y
puritana, como Inglaterra y Estados Unidos, la exigencia de que las
figuras públicas no solo cumplan con sus deberes oficiales sino, además,
sean en su vida privada ejemplos de virtud. Escándalos como el que
protagonizó el presidente Clinton con la famosa becaria de la Casa
Blanca, que estuvo a punto de ser depuesto por ello de su cargo, serían
poco menos que imposibles en la mayor parte de los países europeos y no
se diga en los latinoamericanos, donde se suele diferenciar claramente
la vida privada de los políticos de su actuación pública. A menos que la
incontinencia y los desafueros del personaje repercutan directamente en
su función oficial, aquella se respeta y presidentes, ministros,
parlamentarios, generales, alcaldes lucen a veces a sus amantes con
total desenfado puesto que, ante cierto público machista, ese
exhibicionismo, en vez de desprestigiarlos, los prestigia. Pero ahora,
gracias a la gran revolución audiovisual y cibernética, lo privado ya no
existe, en todo caso nadie lo respeta, y transgredirlo es un deporte
que practican a diario los medios de comunicación ante un público que
ávidamente se lo exige. Desde que estalló este escándalo, las
televisiones, las radios, los periódicos y no se digan las redes
sociales explotan lo ocurrido de una manera incesante y frenética, hasta
la náusea. Esto es la civilización del espectáculo cruda y dura,
vomitando insidia a raudales por supuesto, pero, también, hay que
reconocerlo, sometiendo al sistema a una autocrítica despiadada,
implacable, mostrando la fragilidad que esconde detrás de su aplastante
poderío, y cómo las miserias y debilidades humanas encuentran siempre la
manera de enquistarse en los reductos que parecen mejor defendidos
contra ellas.
¿Qué conclusiones sacar de esta historia? Que ella tiene para rato y
que mucha gente sacará buen partido del interés enorme que despierta en
el gran público. Habrá libros, números especiales de revistas,
programas de televisión y películas que la aprovechen. Es seguro que la
biografía del general David H. Petraeus escrita por Paula Broadwell
entrará en las listas de libros más vendidos y acaso la haga rica.
Apuesto que Jill Kelley será tentada por algún editor oportunista para
que escriba su propia versión de la historia (que ni siquiera tendrá que
escribir ella misma, pues lo hará por ella un polígrafo profesional que
la aderezará con todos los condimentos adecuados para que parezca –solo
parezca– más pecaminosa y grave de lo que fue). Si el libro tiene
éxito, servirá para que el señor y la señora Kelley amorticen sus
deudas, pues una de las cosas que este escándalo ha sacado a la luz es
que los negocios de la pareja están al borde de la ruina. Probablemente
el general John Allen se quedará sin el formidable nombramiento que iba a
convertirlo en el comandante supremo de la OTAN. Su caso no me apena
para nada y no creo que las fuerzas militares del mundo libre perderían
con él a un gran estratega. En cambio, el caso del general Petraeus sí
es trágico. Ha sido un gran militar, con una hoja de servicios impecable
y que consiguió algo que parecía imposible: darle la vuelta a la guerra
de Irak en la última etapa y permitir que Estados Unidos saliera de esa
trampa diabólica si no victorioso, por lo menos airoso. Un “error de
juicio” que duró cuatro meses lo ha hundido en la ignominia y, si es
recordado en el futuro, no lo será por todas las guerras en que se jugó
la vida, ni por las heridas que recibió, ni por las vidas que ayudó a
salvar, sino por una furtiva aventura sexual.
New York, noviembre de 2012
Fuente: http://www.larepublica.pe/columnistas/piedra-de-toque/los-generales-y-las-faldas-18-11-2012
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