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Las cosas que uno medita mucho o quiere que sean 'perfectas', generalmente nunca se empiezan a hacer...
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"Cada mañana, miles de personas reanudan la búsqueda inútil y desesperada de un trabajo. Son los excluidos, una categoría nueva que nos habla tanto de la explosión demográfica como de la incapacidad de esta economía para la que lo único que no cuenta es lo humano". (Ernesto Sábato, Antes del fin)
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miércoles, 9 de enero de 2013

Un eterno fantasma de neón


Un eterno fantasma de neón

Una luz de poste de la avenida Tacna (antes del cruce con el puente San Rosa) la alumbraba de manera particular. Menuda, morena, pelo corto, sin zapatos, un polo, una falda y las manos juntas, como si acabara de rezar o como si fuera otra luz de neón, caída, quemada o aventada. Nueve años después, la sigo viendo debajo de los postes o arrastrando su cuerpo sin que nadie más la note, nadie más que yo, que no puedo tocar el recuerdo, borrarlo o cambiar lo que pasó.
 
A simple vista era otra loca de la calle, pero lo que me llamó la atención fue...
su ropa. Estaba limpia. Debía de estar perdida. Más allá de eso, había algo que quizá compartíamos. Yo le temía a la locura. Sin embargo, ella ya había cruzado ese puente. Su cerebro se guardaba ya entre esos olores y líquidos que lo habían dañado y destruido, convirtiéndola en otra persona. Quería tocarle la mano y salvarme de ella, llevándola a algún lugar en donde la reclamaran. Estaba perdida. Me lo repetí durante años. Me acerqué y las dos fuimos alumbradas por la luz del mismo poste que cayó como una enfermedad. Intenté alcanzarle una moneda, pero ella no extendía la mano, solo los ojos. Me miraba como si pudiera lanzar animales a mi cara y los animales volvían a ser solo sus ojos sin que ninguna mueca los acompañara. Era marzo de 2003, yo tenía 21 años y el terror absoluto a que mi cabeza me traicionara, justo como a la mujer que tenía frente a mí. Entonces, huí. Salí corriendo y lo primero que se apareció cortando mi paso hacia el otro lado de la avenida fue la puerta trasera y abierta de la 73A, mostrando sus escaleras metálicas para que las suba. Lo hice. Me senté, toqué la ventana y temblé. Cuando la 73 avanzó, me toqué el pecho y lamenté no haber hecho algo más por esa mujer. Apoyé mi mano sobre el asiento y sentí a otra persona. Disculpe, dije. Cuando levanté la vista, la vi. Era ella.
 
Una princesita sucia y de plástico
 
Me había seguido y estaba sentada a mi lado. Me guiaría no solo por Lima, sino por el infierno de la culpa que se extendió hasta hoy. Tocaría mi temor a la locura y la seguridad patológica de creer que esta salta de un cuerpo a otro, de una cabeza fermentada a otra cuando reconoce a un posible portador. Y ahí estaba ella, esperando por mi cabeza, por mi enfermedad, por mí y las malditas palabras que cobrarían sentido cuando escribiera mucho después sobre esa noche y la convirtiera en un personaje que se arrastra en mi memoria tal como lo hacen los indigentes en la calle con sus cuerpos o, como yo los llamo, sus últimos lugares, situados en fronteras imposibles, después de haber perdido la cordura, los recuerdos y, a veces, las últimas palabras.
 
Sentadas y sin decir mucho, dejamos atrás la avenida Tacna. Empezamos a mirarnos con cautela. Pero quise preguntar, saber. Dijo su nombre completo, después habló con monosílabos y poco a poco fue hablando de sí misma. Su nombre: Doris Murayari Sangama. Tenía aproximadamente 45 años, pero repetía la palabra princesa. “Soy una princesa de plástico de quince años”, remataba y después se desesperaba diciéndome que debía buscar a su hija, que la había dejado en una caja y, las polillas, las malditas polillas, debían de estar sobre ella devorando junto a los gusanos lo que quedaba. Pronto la olvidaba y seguía hablando. No tenía más de catorce años cuando la trajeron de la selva a trabajar en la casa de una ‘madrina’ suya. Debía limpiar siempre, no quejarse, quedarse callada, dormir sobre los cartones y las mantas que ya nadie usaba. “Mucho me pegaba”. ¿Dónde vives? En la avenida Túpac Amaru. La siguiente parada fue en la comisaría de San Isidro. “Regrésela donde la encontró, señorita”. Doris, sentada en una silla del pasadizo, me buscaba con los ojos y me extendía la mano. “Vamos, vamos ya, vamos ya”. “Si sigue gritando, señorita, la vamos a encerrar por faltar el respeto a la autoridad”. Poco después estábamos las dos dentro de una patrulla. Nos llevarían a una comisaría en la que quizá podrían hacer algo como redactar, buscar familiares, un refugio… papeleo.
 
 
En la Comisaría de Monserrat
 
De regreso al Centro de Lima, la respuesta fue la misma. “Son las dos de la mañana ya, señorita, ¿no le da miedo dónde está?” “Así que por aquí la encontró, pues por aquí mismo la va a dejar y punto. Y no grite, ya le he dicho”. Pero seguí y seguí, exigí, volví a gritar, me desesperé, rabié, amenacé. Y de nuevo a la patrulla con sus luces azules y rojas alumbrando a personas a las que es imposible ver de día, que se camuflan en madrugadas miserables. Así llegamos a la comisaría de la mujer en Abancay. Una oficial corpulenta y de mal genio me dijo que la llevarían al Larco Herrera, pero que antes debían examinarla, incluso entre las piernas y, claro, ella no lo haría. Le pedí a Doris que abra las piernas y busqué entre ellas lo que podría esconder ahí cualquier criminal. Toqué su cabeza, sus piojos y la revisé entera. Estaba lista. Me preguntaba si llamarían a esa ‘madrina’ con la que vivía y que la golpeaba y a la que yo imaginaba regentando una casa de putas enfermas a las que Doris cuidaba, lavando sus infecciones, su fiebre y hasta pasando la mano por la frente para acomodar el sueño sobre tanta miseria. Nunca sabré si eso era cierto. Entonces, Doris se quedó ahí y la patrulla me dejó en la puerta de mi casa alumbrando a quienes salían por sus ventanas a ver cómo me escoltaba la policía. “Buenas noches, muchas gracias, oficial”, dije pensando en lo cerca que había estado de tocar la locura con las manos, con el llanto, tan cerca de mi propia cabeza, como si  pudiera saltar de un balcón a otro y hacerlo todo gris, nauseabundo como dentro de una botella de formol.
 
La última ruta: un psiquiátrico del Estado
 
Al día siguiente fui al Larco Herrera. Doris estaba internada en el pabellón de emergencias. Parecía un fantasma que tocaba las ventanas queriendo salir sin lograrlo. Cuando me vio, se acercó, me jaló del brazo como hacen los niños, me llevó a las ventanas y me dijo: “Sácame de aquí”, pero, solo un segundo después, comentó que le gustaba su cama y que ahí, además, nadie se echaba sobre ella.
 
Di dos pasos hacia atrás y poco a poco me di cuenta que caminaba a la puerta de salida viéndola tocar las ventanas y lanzando sobre mí sus ojos, nuevamente como animales que casi rozaban mis pies. Salí. ¿Cuánto tiempo la tendrían ahí? ¿Habrían encontrado a quien se hiciera cargo de ella? Me sentía responsable. Pero, ¿qué debía hacer? ¿Llevarla a mi casa? ¿Matar sus piojos, comprarle ropa, alimentarla y recordarle quién era a pesar de que ella misma no lo supiera? Entonces la dejé ahí. Me fui. Una semana después regresé con algunas cosas (ropa, jabones, dulces) dispuesta a buscar a quien se haga cargo de ella, intentando dominar mi pavor ante las personas enajenadas, ante los muertos que aún deambulan alrededor de nosotros como territorios abandonados y destruidos. “Doris Murayari Sangama? Ella… no… aquí no ha estado. ¿La semana pasada? Mire, no hay ingresos. ¿Está segura? Es que le digo y le repito que aquí no ha llegado nadie con ese nombre, no insista. Ya retírese”.
 
Borrada. Por incómoda, por no tener a nadie quien la busque. “Siempre los dejan escaparse, por la misma puerta salen y solo Dios sabe”, me comentó una señora aún dentro del Larco Herrera.
 
Debió ir seguramente por la avenida del Ejército, por el mercado de Magdalena, si es que tomó esa dirección, por las huacas del mismo distrito y quién sabe a dónde más pudo ir con su hambre, sin zapatos, hasta que probablemente fue violada mientras buscaba dónde dormir o asesinada por algún lugar o sin motivo. “Las mujeres tienen menos oportunidades de sobrevivir como indigentes, debes aceptar que lo más probable es que ya esté muerta y punto”, me dijo Mariano Querol en una de tantas sesiones.
 
¿Por qué escribir esto?
 
Para rabiar, para recordar, para expiar (sin lograrlo), pero, por sobre todo lo anterior, para ser una persona más reclamando el derecho a una salud mental. Algún tiempo después fui profesora de un centro de rehabilitación de Piedra Lisa en el Rímac. Mis alumnos eran adictos a las drogas e, increíblemente, asistían al taller que yo dictaba para escribir sobre sus propias experiencias. Pareció funcionar por un tiempo hasta que por medidas de seguridad debí dejar el centro. Algunos años después vi a L., un ex alumno del taller. Tenía alrededor de 55 años. Estaba apoyado contra un muro, sucio, sin zapatos, sin siquiera ojos que lanzar a los demás. Era solo otro indigente hambriento, loco y que debía de andar cerca del puente Rímac porque desarrollaba su vida debajo de él. La sensación que tuve al verlo fue la de observar a una persona después de que la vida lo mordiera y destruyera, logrando revertirlo a sus necesidades primarias: comer, defecar y dormir, y arrastrar su cuerpo además como una entidad propia e incómoda para conseguir solamente vivir por inercia. L. había sido convertido.
 
Los cuerpos, entonces, podrán traicionarnos junto a la locura después de haber perdido todo y regresarnos a ser sujetos orgánicos a los que es mejor ignorar. Los muertos vivientes existen, pero, a diferencia de los que han sido creados ficcionalmente  y en exitosas series y películas, los que tenemos alrededor no pretenden comernos o atacarnos de manera directa, solo están ahí, recibiendo el sol como nosotros, pero sin medicación, sin tratamiento, habiéndose convertido en infiernos y olvidos errantes, en cuyo interior debe haber quizá un recuerdo, una historia, un amor, pecados, o una infancia que solo  las pastillas, rehabilitación y tratamiento podrían extraer. Sin embargo, nos rodeamos de ellos sin hacer más que verlos como muertos vivientes, secándose al sol como trapos viejos.
 
NN
 
Doris Murayari Sangama no existe dentro del Registro Nacional de Identidad como ciudadana peruana. Pudo inventar su nombre la noche en la que fue internada en el Larco Herrera o simplemente no haber sido registrada jamás como ciudadana por sus ‘empleadores’ al cumplir la mayoría de edad. Lo más probable es que esté muerta y no llegue siquiera a ser parte de una estadística que revele a personas en su situación, cuyos problemas mentales los han convertido en muros sucios que el Estado bordea para no tocar, manteniéndolos así, como cuerpos que avanzan y retroceden mientras se destruyen cada día más y hacen de las calles los infiernos inmediatos que guardan como mugre, hambre y grasa bajo las uñas.

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