'El héroe discreto' es la primera novela del autor, después de haber recibido el Premio Nobel de Literatura.
la primera novela escrita por el autor, tras haber adquirido el Premio Nobel de Literatura 2010. A continuación, compartimos el capítulo.
«Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo».
Jorge Luis Borges
El hilo de la fábula
I
Felícito Yanaqué, dueño de la Empresa de Transportes Narihualá, salió de su casa aquella mañana, como todos los días de lunes a sábado, a las siete y media en punto, luego de hacer media hora de Qi Gong, darse una ducha fría y prepararse el desayuno de costumbre: café con leche de cabra y tostadas con mantequilla y unas gotitas de miel de chancaca. Vivía en el centro de Piura y en la calle Arequipa había ya estallado el bullicio de la ciudad, las altas veredas estaban llenas de gente yendo a la oficina, al mercado o llevando los niños al colegio. Algunas beatas se encaminaban a la catedral para la misa de ocho. Los vendedores ambulantes ofrecían a voz en cuello sus melcochas, chupetes, chifles, empanadas y toda suerte de chucherías y ya estaba instalado en la esquina, bajo el alero de la casa colonial, el ciego Lucindo, con el tarrito de la limosna a sus pies. Todo igual a todos los días, desde tiempo inmemorial.
Con una excepción. Esta mañana alguien había pegado a la vieja puerta de madera claveteada de su casa, a la altura de la aldaba de bronce, un sobre azul en el que se leía claramente en letras mayúsculas el nombre del propietario: DON FELÍCITO YANAQUÉ. Que él recordara, era la primera vez que alguien le dejaba una carta colgada así, como un aviso judicial o una multa. Lo normal era que el cartero la deslizara al interior por la rendija de la puerta. La desprendió, abrió el sobre y la leyó moviendo los labios a medida que lo hacía:
Señor Yanaqué:
Que a su Empresa de Transportes Narihualá le vaya tan bien es un orgullo para Piura y los piuranos. Pero también un riesgo, pues toda empresa exitosa está expuesta a sufrir depredación y vandalismo de los resentidos, envidiosos y demás gentes de malvivir que aquí abundan como usted sabrá muy bien. Pero no se preocupe. Nuestra organización se encargará de proteger a Transportes Narihualá, así como a usted y su digna familia de cualquier percance, disgusto o amenaza de los facinerosos. Nuestra remuneración por este trabajo será 500 dólares al mes (una modestia para su patrimonio, como ve). Lo contactaremos oportunamente respecto a las modalidades de pago.
No necesitamos encarecerle la importancia de que tenga usted la mayor reserva sobre el particular. Todo esto debe quedar entre nosotros.
Dios guarde a usted.
En vez de firma, la carta llevaba el tosco dibujo de lo que parecía una arañita.
Don Felícito la leyó un par de veces más. La carta estaba escrita en letra bailarina y con manchones de tinta. Se sentía sorprendido y divertido, con la vaga sensación de que se trataba de una broma de mal gusto. Arrugó la carta con el sobre y estuvo a punto de echarla al cubo de la basura en la esquina del cieguito Lucindo. Pero se arrepintió y, alisándola, se la guardó en el bolsillo.
Había una docena de cuadras entre su casa de la calle Arequipa y su oficina, en la avenida Sánchez Cerro. No las recorrió esta vez preparando la agenda de trabajo del día, como hacía siempre, sino dando vueltas en su cabeza a la carta de la arañita. ¿Debía tomarla en serio? ¿Ir a la policía a denunciarla? Los chantajistas le anunciaban que se pondrían en contacto con él para las «modalidades de pago». ¿Mejor esperar que lo hicieran antes de dirigirse a la comisaría? Tal vez no fuera más que la gracia de un ocioso que quería hacerle pasar un mal rato. Desde hacía algún tiempo la delincuencia había aumentado en Piura, cierto: atracos a casas, asaltos callejeros, hasta secuestros que, se decía, arreglaban por lo bajo las familias de los blanquitos de El Chipe y Los Ejidos. Se sentía desconcertado e indeciso, pero seguro al menos de una cosa: por ninguna razón y en ningún caso daría un centavo a esos bandidos. Y, una vez más, como tantas en su vida, Felícito recordó las palabras de su padre antes de morir: «Nunca te dejes pisotear por nadie, hijo. Este consejo es la única herencia que vas a tener». Le había hecho caso, nunca se había dejado pisotear. Y con su medio siglo y pico en las espaldas ya estaba viejo para cambiar de costumbres. Estaba tan absorbido en estos pensamientos que apenas saludó con una venia al recitador Joaquín Ramos y apuró el paso; otras veces se detenía a cambiar unas palabras con ese impenitente bohemio, que se habría pasado la noche en algún barcito y sólo ahora se recogía a su casa, con los ojos vidriosos, su eterno monóculo y jalando a la cabrita que llamaba su gacela.
Cuando llegó a las oficinas de la Empresa Narihualá ya habían salido, a su hora, los autobuses a Sullana, Talara y Tumbes, a Chulucanas y Morropón, a Catacaos, La Unión, Sechura y Bayóvar, todos con buen pasaje, así como los colectivos a Chiclayo y las camionetas a Paita. Había un puñado de gente despachando encomiendas o averiguando los horarios de los ómnibus y colectivos de la tarde. Su secretaria, Josefita, la de las grandes caderas, los ojos pizpiretos y las blusitas escotadas, le había puesto ya en el escritorio la lista de citas y compromisos del día y el termo de café que iría bebiendo en el curso de la mañana hasta la hora del almuerzo.
—¿Qué le pasa, jefe? —lo saludó—. ¿Por qué esa cara? ¿Tuvo pesadillas anoche?
—Problemitas —le respondió, mientras se quitaba el sombrero y el saco, los colgaba en la percha y se sentaba. Pero inmediatamente se levantó y se los puso de nuevo, como recordando algo muy urgente.
—Ya vuelvo —dijo a su secretaria, camino a la puerta—. Voy a la comisaría a hacer una denuncia.
—¿Se le metieron ladrones? —abrió sus grandes ojos vivaces y saltones Josefita—. Pasa todos los días, ahora en Piura.
—No, no, ya te contaré.
A pasos resueltos, Felícito se dirigió a la comisaría que estaba a pocas cuadras de su oficina, en la misma avenida Sánchez Cerro. Era temprano aún y el calor resultaba soportable, pero él sabía que antes de una hora estas veredas llenas de agencias de viajes y compañías de transporte comenzarían a arder y que volvería a la oficina sudando. Miguel y Tiburcio, sus hijos, le habían dicho muchas veces que era locura llevar siempre saco, chaleco y sombrero en una ciudad donde todos, pobres o ricos, andaban el año entero en mangas de camisa o guayabera. Pero él nunca se quitaba esas prendas para guardar la compostura desde que inauguró Transportes Narihualá, el orgullo de su vida; invierno o verano llevaba siempre sombrero, saco, chaleco y la corbata con su nudo miniatura. Era un hombre menudo y muy flaquito, parco y trabajador que, allá en Yapatera, donde nació, y en Chulucanas, donde estudió la primaria, nunca se puso zapatos. Sólo empezó a hacerlo cuando su padre se lo trajo a Piura. Tenía cincuenta y cinco años y se conservaba sano, laborioso y ágil. Pensaba que su buen estado físico se debía a los ejercicios matutinos de Qi Gong que le había enseñado su amigo, el finado pulpero Lau. Era el único deporte que había practicado en su vida, además de caminar, siempre que se pudiera llamar deporte a esos movimientos en cámara lenta que eran sobre todo, más que ejercitar los músculos, una manera distinta y sabia de respirar. Llegó a la comisaría acalorado y furioso. Broma o no broma, el que había escrito aquella carta le estaba haciendo perder la mañana.
El interior de la comisaría era un horno y, como todas las ventanas estaban cerradas, se hallaba medio a oscuras. Había un ventilador a la entrada, pero parado. El guardia de la mesa de partes, un jovencito imberbe, le preguntó qué se le ofrecía.
—Hablar con el jefe, por favor —dijo Felícito, alcanzándole su tarjeta.
—El comisario está de vacaciones por un par de días —le explicó el guardia—. Si quiere, podría atenderlo el sargento Lituma, que es por ahora el encargado del puesto.
—Hablaré con él, entonces, gracias.
Tuvo que esperar un cuarto de hora hasta que el sargento se dignara recibirlo. Cuando el guardia lo hizo pasar al pequeño cubículo, Felícito tenía su pañuelo empapado de tanto secarse la frente. El sargento no se levantó a saludarlo. Le extendió una mano regordeta y húmeda y le señaló la silla vacía que tenía al frente. Era un hombre rollizo, tirando a gordo, de ojitos amables y un comienzo de papada que se sobaba de tanto en tanto con cariño. Llevaba la camisa caqui del uniforme desabotonada y con lamparones de sudor en las axilas. En la pequeña mesita había un ventilador, éste sí funcionando. Felícito sintió agradecido la ráfaga de aire fresco que le acarició la cara.
—En qué puedo servirlo, señor Yanaqué.
—Me acabo de encontrar esta carta. La pegaron en la puerta de mi casa.
Vio que el sargento Lituma se calzaba unos anteojos que le daban un aire leguleyo y, con expresión tranquila, la leía cuidadosamente.
—Bueno, bueno —dijo por fin, haciendo una mueca que Felícito no llegó a interpretar—. Éstas son las consecuencias del progreso, don.
Al ver el desconcierto del transportista, aclaró, sacudiendo la carta que tenía en la mano:
—Cuando Piura era una ciudad pobre, estas cosas no pasaban. ¿A quién se le iba a ocurrir entonces pedirle cupos a un comerciante? Ahora, como hay plata, los vivos sacan las uñas y quieren hacer su agosto. La culpa la tienen los ecuatorianos, señor. Como desconfían de su Gobierno, sacan sus capitales y vienen a invertirlos aquí. Están llenándose los bolsillos con nosotros, los piuranos.
—Eso no me sirve de consuelo, sargento. Además, oyéndolo, parecería una desgracia que ahora a Piura le vayan bien las cosas.
—No he dicho eso —lo interrumpió el sargento, con parsimonia—. Sólo que todo tiene su precio en esta vida. Y el del progreso es éste.
De nuevo agitó en el aire la carta de la arañita y a Felícito Yanaqué le pareció que aquella cara morena y regordeta se burlaba de él. En los ojos del sargento fosforecía una lucecita entre amarilla y verdosa, como la de las iguanas. Al fondo de la comisaría se oyó una voz vociferante: «¡Los mejores culos del Perú están aquí, en Piura! Lo firmo, carajo». El sargento sonrió y se llevó el dedo a la sien. Felícito, muy serio, sentía claustrofobia. Casi no había espacio para ellos dos entre estos tabiques de madera tiznados y tachonados de avisos, memorándums, fotos y recortes de periódico. Olía a sudor y vejez.
—El puta que escribió esto tiene su buena ortografía —afirmó el sargento, hojeando de nuevo la carta—. Yo, al menos, no le encuentro faltas gramaticales.
Felícito sintió que se le revolvía la sangre.
—No soy bueno en gramática y no creo que eso importe mucho —murmuró, con un deje de protesta—. ¿Y ahora qué cree usted que va a ocurrir?
—De inmediato, nada —repuso el sargento, sin inmutarse—. Le tomaré los datos, por si acaso. Puede que el asunto no pase de esta carta. Alguien que lo tiene entre ojos y que le gustaría darle un colerón. O pudiera ser que vaya en serio. Ahí dice que lo van a contactar para el pago. Si lo hacen, vuelva por acá y veremos.
—Usted no parece darle importancia al asunto —protestó Felícito.
—Por ahora no la tiene —admitió el sargento, alzando los hombros—. Esto es nada más que un pedazo de papel arrugado, señor Yanaqué. Podría ser una cojudez. Pero si la cosa se pone seria, la policía actuará, se lo aseguro. En fin, a trabajar.
Durante un buen rato, Felícito tuvo que recitar sus datos personales y empresariales. El sargento Lituma los iba anotando en un cuaderno de tapas verdes con un lapicito que humedecía en su boca. El transportista respondía las preguntas, que se le antojaban inútiles, con creciente desmoralización. Venir a sentar esta denuncia era una pérdida de tiempo. Este cachaco no haría nada. Además, ¿no decían que la policía era la más corrupta de las instituciones públicas? A lo mejor la carta de la arañita había salido de esta cueva maloliente. Cuando Lituma le dijo que la carta tenía que quedarse en la comisaría como prueba de cargo, Felícito dio un respingo.
—Quisiera sacarle una fotocopia, primero.
—Aquí no tenemos fotocopiadora —explicó el sargento, señalando con los ojos la austeridad franciscana del local—. En la avenida hay muchos comercios que hacen fotocopias. Vaya nomás y vuelva, don. Aquí lo espero.
Felícito salió a la avenida Sánchez Cerro y, cerca del Mercado de Abastos, encontró lo que buscaba. Tuvo que esperar un buen rato a que unos ingenieros sacaran copias de un alto de planos y decidió no volver a someterse al interrogatorio del sargento. Entregó la copia de la carta al guardia jovencito de la mesa de partes y, en vez de regresar a su oficina, volvió a sumergirse en el centro de la ciudad, lleno de gente, bocinas, calor, altoparlantes, mototaxis, autos y ruidosas carretillas. Cruzó la avenida Grau, la sombra de los tamarindos de la Plaza de Armas y, resistiendo la tentación de entrar a tomarse una cremolada de frutas en El Chalán, enrumbó hacia el antiguo barrio del camal, el de su adolescencia, la Gallinacera, vecino al río. Rogaba a Dios que Adelaida estuviera en su tiendita. Le haría bien charlar con ella. Le mejoraría el ánimo y quién sabe si hasta la santera le daba un buen consejo. El calor ya estaba en su punto y no eran ni las diez. Sentía la frente húmeda y una placa candente a la altura de la nuca. Iba de prisa, dando pasos cortitos y veloces, chocando con la gente que atestaba las angostas veredas, oliendo a meados y fritura. Una radio a todo volumen tocaba la salsa Merecumbé.
Felícito se decía a veces, y se lo había dicho alguna vez a Gertrudis, su mujer, y a sus hijos, que Dios, para premiar sus esfuerzos y sacrificios de toda una vida, había puesto en su camino a dos personas, el pulpero Lau y la adivinadora Adelaida. Sin ellos nunca le habría ido bien en los negocios, ni hubiera sacado adelante su empresa de transportes, ni constituido una familia honorable, ni tendría esa salud de hierro. Nunca había sido amiguero. Desde que al pobre Lau se lo llevó al otro mundo una infección intestinal, sólo le quedaba Adelaida. Afortunadamente estaba allí, junto al mostrador de su pequeña tienda de yerbas, santos, costuras y cachivaches, mirando las fotos de una revista.
—Hola, Adelaida —la saludó, estirándole la mano—. Chócate esos cinco. Qué bueno que te encuentro.
Era una mulata sin edad, retaca, culona, pechugona, que andaba descalza sobre el suelo de tierra de su tiendita, con los largos y crespos cabellos sueltos barriéndole los hombros y enfundada en esa eterna túnica o hábito de crudo color barro, que le llegaba hasta los tobillos. Tenía unos ojos enormes y una mirada que parecía taladrar más que mirar, atenuada por una expresión simpática, que daba confianza a la gente.
—Si vienes a visitarme, algo malo te ha pasado o te va a pasar —se rió Adelaida, palmeándole la espalda—. ¿Cuál es tu problema, pues, Felícito?
Él le alcanzó la carta.
—Me la dejaron en la puerta esta mañana. No sé qué hacer. Puse una denuncia en la comisaría, pero creo que será por gusto. El cachaco que me atendió no me hizo mucho caso.
Adelaida tocó la carta y la olió, aspirando profundamente como si se tratara de un perfume. Luego se la llevó a la boca y a Felícito le pareció que hasta chupaba una puntita del papel.
—Léemela, Felícito —dijo, devolviéndosela—. Ya veo que no es una cartita de amor, che guá.
Escuchó muy seria mientras el transportista se la leía. Cuando éste terminó, hizo un puchero burlón y abrió los brazos:
—¿Qué quieres que yo te diga, papacito?
—Dime si esto va en serio, Adelaida. Si tengo que preocuparme o no. O si es una simple pasada que me hacen, por ejemplo. Aclárame eso, por favor.
La santera soltó una carcajada que removió todo su cuerpo fortachón escondido bajo la amplia túnica color barro.
—Yo no soy Dios para saber esas cosas —exclamó, subiendo y bajando los hombros y revoloteando las manos.
—¿No te dice nada la inspiración, Adelaida? En veinticinco años que te conozco nunca me has dado un mal consejo. Todos me han servido. No sé qué hubiera sido mi vida sin ti, comadrita. ¿No podrías darme alguno ahora?
—No, papito, ninguno —repuso Adelaida, simulando que se entristecía—. No me viene ninguna inspiración. Lo siento, Felícito.
—Bueno, qué se le va a hacer —asintió el transportista, llevándose la mano a la cartera—. Cuando no hay, no hay.
—Para qué me vas a dar plata si no te he podido aconsejar —protestó Adelaida. Pero acabó por meterse al bolsillo el billete de veinte soles que Felícito insistió en que aceptara.
—¿Me puedo sentar aquí un rato, en la sombra? Me he agotado con tanto trajín, Adelaida.
—Siéntate y descansa, papito. Te voy a traer un vaso de agua bien fresquita, recién sacada de la piedra de destilar. Acomódate, nomás.
Mientras Adelaida iba al interior de la tienda y volvía, Felícito examinó en la penumbra del local las plateadas telarañas que caían del techo, las añosas estanterías con bolsitas de perejil, romero, culantro, menta, y las cajas con clavos, tornillos, granos, ojales, botones, entre estampas e imágenes de vírgenes, cristos, santos y santas, beatos y beatas, recortados de revistas y periódicos, algunas con velitas prendidas y otras con adornos que incluían rosarios, detentes y flores de cera y de papel. Era por esas imágenes que en Piura la llamaban santera, pero, en el cuarto de siglo que la conocía, a Felícito Adelaida nunca le pareció muy religiosa. No la había visto jamás en misa, por ejemplo. Además, se decía que los párrocos de los barrios la consideraban una bruja. Eso le gritaban a veces los churres en la calle: «¡Bruja! ¡Bruja!». No era cierto, no hacía brujerías, como tantas cholas vivazas de Catacaos y de La Legua que vendían bebedizos para enamorarse, desenamorarse o provocar la mala suerte, o esos chamanes de Huancabamba que pasaban el cuy por el cuerpo o zambullían en Las Huaringas a los enfermos que les pagaban para que los libraran de sus males. Adelaida ni siquiera era una adivinadora profesional. Ejercía ese oficio muy de vez en cuando, sólo con los amigos y conocidos, sin cobrarles un centavo. Aunque, si estos insistían, acabara por guardarse el regalito que se les antojaba darle. La mujer y los hijos de Felícito (y también Mabel) se burlaban de él por la fe ciega que tenía en las inspiraciones y consejos de Adelaida. No sólo le creía; le había tomado cariño. Le daban pena su soledad y su pobreza. No se le conocía marido ni parientes; siempre andaba sola, pero ella parecía contenta con la vida de anacoreta que llevaba.
La había visto por primera vez un cuarto de siglo atrás, cuando era chofer interprovincial de camiones de carga y no tenía aún su pequeña empresa de transportes, aunque ya soñaba noche y día con tenerla. Ocurrió en el kilómetro cincuenta de la Panamericana, en esas rancherías donde los omnibuseros, camioneros y colectiveros paraban siempre a tomarse un caldito de gallina, un café, un potito de chicha y a comerse un sándwich antes de enfrentarse al largo y candente recorrido del desierto de Olmos, lleno de polvo y piedras, vacío de pueblos y sin una sola estación de gasolina ni taller de mecánica para caso de accidente. Adelaida, que llevaba ya ese camisón color barro que sería siempre su única vestimenta, tenía uno de los puestos de carne seca y refrescos. Felícito conducía un camión de la Casa Romero, cargado hasta el tope de pencas de algodón, rumbo a Trujillo. Iba solo, su ayudante había renunciado al viaje en el último momento porque del Hospital Obrero le avisaron que su madre se había puesto muy mal y que podía fallecer en cualquier momento. Él se estaba comiendo un tamal, sentado en la banquita del mostrador de Adelaida, cuando notó que la mujer lo miraba de una manera rara con esos ojazos hondos y escarbadores que tenía. ¿Qué mosca le picaba a la doña, che guá? La cara se le había descompuesto. Se la notaba medio asustada.
—¿Qué le pasa, señora Adelaida? ¿Por qué me mira así, como desconfiando de algo?
Ella no dijo nada. Seguía con los grandes y profundos ojos oscuros clavados en él y hacía una mueca de asco o susto que le hundía las mejillas y le arrugaba la frente.
—¿Se siente usted mal? —insistió Felícito, incómodo.
—No se trepe usted en ese camión, mejorcito —dijo la mujer, por fin, con voz ronca, como haciendo un gran esfuerzo para que le obedecieran la lengua y la garganta. Señalaba con su mano el camión rojo que Felícito había estacionado a orillas de la carretera.
—¿Que no me suba a mi camión? —repitió él, desconcertado—. ¿Y por qué, se podría saber?
Adelaida le quitó un momento los ojos de encima para mirar a los costados, como temiendo que los otros choferes, clientes o dueños de las tiendas y barcitos de la ranchería pudieran oírla.
—Tengo una inspiración —le dijo, bajando la voz, siempre con la cara descompuesta—. No puedo explicarle. Créame nomás lo que le digo, por favor. Mejorcito no se trepe a ese camión.
—Le agradezco su consejo, señora, seguro que es de buena fe. Pero, yo tengo que ganarme los frejoles. Soy chofer, me gano la vida con los camiones, doña Adelaida. ¿Cómo les daría de comer a mi mujer y mis dos hijitos, pues?
—Sea muy prudente, entonces, por lo menos —le pidió la mujer, bajando la vista—. Hágame caso.
—Eso sí, señora. Le prometo. Siempre lo soy.
Hora y media después, en una curva de la carretera sin asfaltar, entre una espesa polvareda grisáceo-amarillenta, patinando y chirriando surgió el ómnibus de la Cruz de Chalpón que vino a estampillarse contra su camión, con un ruido estentóreo de latas, frenos, gritos y chirrido de llantas. Felícito tenía buenos reflejos y alcanzó a desviar el camión sacando la parte delantera de la pista, de modo que el ómnibus impactó contra la tolva y la carga, lo que le salvó la vida. Pero, hasta que soldaran los huesos de la espalda, el hombro y la pierna derecha, estuvo inmovilizado bajo una funda de yeso que, además de dolores, le producía una comezón enloquecedora. Cuando por fin pudo volver a manejar, lo primero que hizo fue ir al kilómetro cincuenta. La señora Adelaida lo reconoció de inmediato.
—Vaya, me alegro que ya esté bien —le dijo a modo de saludo—. ¿Un tamalito y una gaseosa, como siempre?
—Le ruego por lo que más quiera que me diga cómo supo que ese ómnibus de la Cruz de Chalpón me iba a embestir, señora Adelaida. No hago más que pensar en eso, desde entonces. ¿Es usted bruja, santa, o qué es?
Vio que la mujer palidecía y no sabía qué hacer con sus manos. Había bajado la cabeza, confundida.
—Yo no supe nada de eso —balbuceó, sin mirarlo y como sintiéndose acusada de algo grave—. Tuve una inspiración, nada más. Me pasa algunas veces, nunca sé por qué. Yo no las busco, che guá. Se lo juro. Es una maldición que me ha caído encima. A mí no me gusta que el santo Dios me hiciera así. Yo le rezo todos los días para que me quite ese don que me dio. Es algo terrible, créamelo. Me hace sentir culpable de todas las cosas malas que le pasan a la gente.
—¿Pero qué vio usted, señora? ¿Por qué me dijo esa mañana que mejorcito no me trepara a mi camión?
—Yo no vi nada, yo nunca veo esas cosas que van a suceder. ¿No se lo he dicho? Sólo tuve una inspiración. Que si se trepaba a ese camión podría pasarle algo. No supe qué. Nunca sé qué es lo que va a ocurrir. Sólo que hay cosas que es preferible no hacerlas, porque tienen malas consecuencias. ¿Se va a comer ese tamalito y tomarse una Inca Kola?
Se habían hecho amigos desde entonces y pronto empezaron a tutearse. Cuando la señora Adelaida dejó la ranchería del kilómetro cincuenta y abrió su tiendecita de yerbas, costuras, cachivaches e imágenes religiosas en las vecindades del antiguo camal, Felícito venía por lo menos una vez por semana a saludarla y platicar un rato. Casi siempre le traía algún regalito, unos dulces, una torta, unas sandalias y, al despedirse, le dejaba un billete en esas manos duras y callosas de hombre que tenía. Todas las decisiones importantes que había tomado en esos veinte y pico de años las había consultado con ella, sobre todo desde que fundó Transportes Narihualá: las deudas que contrajo, los camiones, ómnibus y autos que fue comprando, los locales que alquiló, los choferes, mecánicos y empleados que contrataba o despedía. Las más de las veces, Adelaida tomaba a risa sus consultas. «Y yo qué voy a saber de eso, Felícito, che guá. Cómo quieres que te diga si es preferible un Chevrolet o un Ford, qué sabré yo de marcas de carros si nunca he tenido ni tendré uno». Pero, de tanto en tanto, aunque no supiera de qué se trataba, le venía una inspiración y le daba un consejo: «Sí, métete en eso, Felícito, te irá bien, me parece». O: «No, Felícito, no te conviene, no sé qué pero algo me está oliendo feo en ese asunto». Las palabras de la santera eran para el transportista verdades reveladas y las obedecía al pie de la letra por incomprensibles o absurdas que parecieran.
—Te quedaste dormido, papito —la oyó decir.
En efecto, se había quedado adormecido después de tomarse el vasito de agua fresca que le trajo Adelaida. ¿Cuánto rato había estado cabeceando en esa mecedora dura que le había provocado un calambre en el fundillo? Miró su reloj. Bueno, unos minutitos apenas.
—Han sido las tensiones y el trajín de esta mañana —dijo, poniéndose de pie—. Hasta luego, Adelaida. Qué tranquilidad la que hay aquí en tu tiendita. Siempre me hace bien visitarte, aunque no te venga la inspiración.
Y, en el mismo instante que pronunció la palabra clave, inspiración, con la que Adelaida definía la misteriosa facultad de que estaba dotada, adivinar las cosas buenas o malas que a algunas personas les iban a ocurrir, Felícito advirtió que la expresión de la santera ya no era la misma con que lo había recibido, escuchado la lectura de la carta de la arañita y le había asegurado que no le inspiraba reacción alguna. Estaba muy seria ahora, con una expresión grave, el ceño fruncido y mordisqueándose una uña. Se diría que estaba conteniendo la angustia que empezaba a embargarla. Tenía sus grandes ojazos clavados en él. Felícito sintió que se le aceleraba el corazón.
—¿Qué te pasa, Adelaida? —preguntó, alarmado—. No me digas que ahora sí...
La mano endurecida de la mujer lo tomó del brazo y le clavó los dedos.
—Dales eso que te piden, Felícito —murmuró—. Mejor dáselo.
—¿Que les dé quinientos dólares al mes a esos chantajistas para que no me hagan daño? —se escandalizó el transportista—. ¿Eso te está diciendo la inspiración, Adelaida?
La santera le soltó el brazo y lo palmeó, cariñosa.
—Ya sé que está mal, ya sé que es mucha plata —asintió—. Pero, qué importa el dinero después de todo, ¿no te parece? Más importante es tu salud, tu tranquilidad, tu trabajo, tu familia, tu amorcito de Castilla. En fin. Ya sé que no te gusta que te diga esto. A mí tampoco me gusta, tú eres un buen amigo, papacito. Además, a lo mejor me equivoco y te estoy dando un mal consejo. No tienes por qué creerme, Felícito.
—No se trata de la plata, Adelaida —dijo él, con firmeza—. Un hombre no se debe dejar pisotear por nadie en esta vida. Se trata de eso, nomás, comadrita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.