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Las cosas que uno medita mucho o quiere que sean 'perfectas', generalmente nunca se empiezan a hacer...
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"Cada mañana, miles de personas reanudan la búsqueda inútil y desesperada de un trabajo. Son los excluidos, una categoría nueva que nos habla tanto de la explosión demográfica como de la incapacidad de esta economía para la que lo único que no cuenta es lo humano". (Ernesto Sábato, Antes del fin)
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sábado, 23 de octubre de 2010

Contra viento y marea... Mario Vargas Llosa: Premio Nobel 2010

Mario Vargas Llosa se había resignado a no esperar nada de la Academia Sueca. En los últimos años, se desentendía del asunto y sus amigos ya sabían que hablar del Nobel era un tema tabú en la casa del escritor. Tras 47 años de carrera literaria y 15 de espera, el Nobel ha llegado por fin a manos de quien hace rato que lo merecía. Se trata del acontecimiento más importante de la cultura peruana en lo que va de historia republicana.
Escribe César Hildebrandt
Tenía yo quince años cuando leí La ciudad y los perros. Al estupor que me produjo el libro se añadía el morbo de que la historia del Jaguar, el Serrano, el Esclavo y Alberto transcurría en el colegio donde yo estudiaba, el Leoncio Prado.
Nunca fue cierto que el libro se quemara en una pira nazi en el patio central del colegio, frente a la guardia de prevención. Esa fue una leyenda que le hizo mucho bien a las ventas y que –me imagino– fue una ocurrencia de Carlos Barral, el sagaz editor catalán que había apostado por Vargas Llosa.
El Leoncio Prado era en aquel entonces, desde el punto de vista de la educación impartida, un gran colegio, pero Mario había salido de allí en 1951, a la mala, antes de terminar la secundaria y por razones disciplinarias. De modo que el libro era, aparte de una gran novela, una venganza. Con los años entendí de qué se trataba todo eso: Mario no sólo había ajusticiado al colegio que lo había hecho infeliz sino que había ajustado cuentas con su padre, quien fue el que impuso su traslado a ese establecimiento militarizado y a veces brutal, y a quien Mario jamás pudo querer porque encarnaba todo lo que él odiaba desde los forros: la grisura, el autoritarismo violento, los tiesos valores chauvinistas de alguna clase media peruana.
Pero volvamos al libro. Mi primer contacto con aquella novela inaugural de Vargas Llosa fue porque mi profesor de literatura, Rubén Lingán, la empezó a leer, en voz alta y con la puerta cerrada, en pleno salón de clases. Jamás olvidaré su voz teatral diciendo: “Mientes, serrano, no es verdad. Juro que las he visto. Así que fuimos después de la comida…
Ese cambalache de tiempos narrativos, esos saltos de la perspectiva, esa sucesión a veces caótica del punto de vista, resultaban espléndidos para una historia tan trenzada como la de La ciudad y los perros.
Pero lo mejor era que, por primera vez en mi breve vida de lector, sentía que ese libro no era “literatura”, sino vida impresa. La calle hablaba en ese libro. Los personajes estaban próximos porque la oralidad los hacía latir, las maldades eran tan creíbles como los sufrimientos, la vulgaridad estaba tan bien recreada que en la escena en que el Jaguar defeca delante de su pandilla yo cerré el libro por un instante porque tuve ganas de vomitar. Eso no era un libro tradicional con un narrador omnisciente: era una bitácora, un cuadernos de voces que, prescindiendo del mago, tejían esa historia coral donde todo parecía caber: la extrema maldad y la ternura más atenta.
¿Sería un accidente ese libro extraordinario? ¿Volvería Vargas Llosa a escribir algo tan poderoso?
Sí, por supuesto. Cuatro años después, en 1967 (sic), apareció La Casa Verde, un libro deslumbrante. Ya no había duda: estábamos frente al más grande escritor de estas comarcas.
La Casa Verde producía una inmediata adicción. Cuando se publicó, yo tenía 19 años, era un lector profesional y un inútil orgulloso de su inutilidad. De modo que cogí el libro, me tumbé en mi cama y no paré –las únicas treguas que me permití fueron para ir al baño o comer algo– hasta terminarlos muchas horas después.
¿Cómo olvidar a Fushía y a Aquilino? ¿Cómo olvidar al cacique al que le queman las axilas con huevos calientes? ¿Y cómo olvidar el viaje permanente al que Vargas Llosa somete al lector yendo de Santa María de la Nieva a Catacaos, del monerío aullante de la selva casi virgen al arenal donde sólo parece brillar el verde de ese burdel que le da nombre a la novela?
Poco se ha dicho de la vocación felizmente pornógrafa de Vargas Llosa, de su maestría para el erotismo. Una de las mejores escenas de La ciudad y los perros es cuando Alberto va a Huatica y hace el amor con una puta pedagógica que le enseña algunos secretos de la fuerza y la cadencia. Pues bien, una de las mayores hazañas de La Casa Verde es el encuentro perverso y criminalmente pedófilo entre Anselmo y la ciega Toñita. Y allí hay unas líneas en las que Vargas Llosa suprime los adjetivos y logra uno de los efectos más extraños que mi vida de lector me haya deparado: “Una y otra vez alísalo y dile tus rodillas son, y tus caderas son, y tus hombros son, y lo que sientes, y que la quieres, siempre que la quieres. Tú, Toñita, muchachita...

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