Todo va a estar bien
“Somos un país de repitentes”.
Constantino Carvallo
Pocas personas me generan una admiración tan genuina como los maestros peruanos. En especial, aquellos desperdigados en...
los puntos más rudos y pobres del país. Cuando me toca viajar por las ciudades pequeñas del Perú, siempre encuentro un momento para husmear en la escuela pública del pueblo. Ninguna otra institución nacional me entusiasma tanto. No, por cierto, la comisaría; tampoco el Banco de la Nación (ahí donde lo hay). Me gusta la escuela. Esa institución que, a diferencia de las otras, no se distingue por introducir balas ni plata al pueblo, sino cultura. Al entrar en esas escuelitas nunca me he topado con maestros y maestras similares a los descritos en los medios limeños: jamás me he dado con un sutepista comechado y amargado, con un ogro irresponsable al cual los niños que debe educar le importan un bledo. En las condiciones geográficas más adversas, con unos salarios que década a década se pauperizan, en medio del desinterés general de la opinión pública y frente a la ojeriza de toda la clase política para quienes no son más que semiterrucos en busca de privilegios inmerecidos, en esas condiciones, ellos siguen realizando la tarea más humana de todas: educar. Los maestros y maestras del Perú son unos héroes frente al desprecio que sienten por ellos el Estado y su clase política, y frente a la abulia y el desinterés de la opinión pública. Si Savater acierta al decir que el grado de desarrollo de una sociedad debe medirse por el trato que ella brinda a sus maestros, habrá que preguntarse si se puede ser más subdesarrollado que nosotros.
¿CUÁN MAL EDUCADOS ESTAMOS?
Lamentablemente, el heroísmo de cientos de miles de maestros no alcanza frente a un sistema deficiente; la educación de los niños peruanos es una invitación a la lágrima. Hace algo más de un mes se presentó la llamada Evaluación Censal de Estudiantes de Segundo Grado del Ministerio de Educación, en la que se mide la capacidad lectora y matemática de los niños peruanos. Los resultados son realmente tristes y el solo hecho de que se presente con triunfalismo cifras tan modestas (y convenientemente elegidas) es para preocuparse. Lo único que parece haber mejorado (modestamente) en el país es la comprensión lectora de los niños en el ámbito urbano: en el 2007, solo el 21% tenía una capacidad de lectura satisfactoria, y hoy alcanzamos el 37% de estudiantes. Pero, en realidad, no se trata de una mejora constante. El estirón, como se puede apreciar en el gráfico, se dio entre los años 2008 y 2010; luego, la situación ha estado, más bien, estancada. Pero, en fin, ese es el indicador positivo del gobierno.
De las otras cifras —donde no hay mejoras o incluso se retrocede— mejor callar. El promedio nacional de niños (escuelas públicas y privadas agregadas) con un nivel aceptable en matemáticas empeora del 2009 a hoy: 13% posee el nivel satisfactorio. Incluso tomando el espacio urbano aisladamente, donde es más fácil alcanzar los objetivos trazados, la capacidad matemática retrocede (de 17% a 15%). Y en el ámbito rural la cosa es deprimente: desde hace cinco años tanto la comprensión lectora como la capacidad matemática están congeladas en alrededor de 6%. O sea, necesitamos recolectar 20 niños del ámbito rural peruano para encontrar uno (¡uno!) con el nivel de conocimientos que debería tener a esa edad. Durante los últimos cinco años, los más optimistas y millonarios de nuestra historia contemporánea, la educación en la mayoría de indicadores decayó. Yo, francamente, no comprendo cómo a partir de estas cifras la ministra Patricia Salas declaró hace algunas semanas en el programa de Rosa María Palacios que, en el ámbito rural, podríamos estar rompiendo la fatalidad de la inercia. En realidad, al ver las cifras, lo único que encuentro de positivo no está en las cifras mismas, sino en que el Ministerio haya logrado establecer una unidad de medición de la calidad educativa peruana tan profesional.
Pero, si nos comparamos con otros países latinoamericanos, tal vez estemos tan arruinados como el resto y tengamos derecho al consuelo de tontos. Ni siquiera. Por ejemplo, algo crucial para los países democráticos es disminuir las brechas entre la educación urbana y la rural, entre hombres y mujeres, entre la escuela privada y la pública. Sin embargo, el Perú figura siempre entre los países con mayores márgenes de desigualdad. No quiero exhumar aquí toneladas de cifras y noquear de aburrimiento al lector, pero hay algunas que no podemos pasar por alto. Según un informe del 2008 de la Unesco (y les puedo apostar mi jueves de patas que esto no se ha alterado), nuestro país presenta la brecha más amplia entre la educación ofrecida en el medio urbano y el rural. Por ejemplo, la distancia en capacidad matemática entre los niños peruanos de ambos medios es de 70%. En Cuba (those fuckin’ communists), el más igualitario, la brecha es de 8%. Nosotros quedamos lejos incluso del penúltimo en la lista, puesto ocupado por esa tierra de libertad e igualdad llamada Guatemala, donde la brecha es de 40%. ¡A 30 puntos de Guatemala! O podríamos mencionar que el Perú gasta en cada uno de sus estudiantes un tercio de lo que gastan Chile o Argentina. O la medición del World Economic Forum del 2012 sobre la calidad de la instrucción primaria en que el Perú retrocede posiciones respecto de años anteriores. En fin, siempre aparecemos por debajo de la media latinoamericana, cómodamente instalados entre los mediocres de la región.
Lo curioso es que en los últimos años, en que tantas dimensiones de la vida peruana prosperaron, la educativa fue despeñándose poco a poco. El salto peruano, la disminución de la pobreza, la sofisticación de su economía, las necesidades nuevas de un mercado dinamizado, no han venido de la mano de una mejora sustancial en la educación. En 1960, el Estado peruano invertía 400 dólares en cada estudiante; en el año 2000 esto había descendido a 100 dólares. En 1966, el 30% del presupuesto de la República se destinaba a educación, hoy es el 16% (invariablemente, el 2,8% de nuestro PBI desde hace 10 años). A soles constantes, un maestro peruano ganaba en los años sesenta cuatro o cinco veces más que hoy. Con tal evolución resulta natural que nuestra educación se haya degradado, flagelando a maestros y estudiantes por igual ante la impavidez general. Según un estudio de Ñopo y Miza del 2011, un profesor peruano gana en promedio la mitad (47%) de lo que percibe un profesional peruano con sus mismas características (edad, origen, sexo). En Chile, el maestro gana solo 18% menos que sus pares. De acuerdo a cifras del especialista Hugo Díaz, en el contexto sudamericano solo los maestros bolivianos reciben unos salarios más bajos que los peruanos. No sorprende que a la hora de las evaluaciones el profesor obtenga calificaciones lamentables. ¿Qué otro resultado esperaríamos si su principal empleador y formador, el Estado, lo ha abandonado paulatinamente en las últimas décadas? Un documento de trabajo del 2001 del Minedu revela que cuatro de cada cinco maestros peruanos han estudiado en un colegio nacional y provienen de los sectores sociales C, D o E. Así, la reproducción de las brechas está asegurada: los estudiantes que reciben hoy una pésima educación son los profesores de mañana. Vale decir, la escuela peruana no es ruinosa únicamente por su incapacidad para transmitir conocimientos, sino que, aún peor, al contribuir a las brechas sociales en el país, la escuela peruana traiciona la promesa liberal y republicana de ser la herramienta principal para quebrar las desigualdades heredadas.
¿POR QUÉ ESTAMOS TAN MAL EDUCADOS?
Mientras preparaba este artículo me llegó un boletín de IPAE presentando la CADE por la Educación 2013. El informe central del boletín es ponderado, pero debo confesar que me ha sorprendido leer que el presidente de dicha CADE, Luis Bustamante Belaunde, afirme con todas sus letras que la educación “no es responsabilidad del Estado. La educación es responsabilidad de la sociedad civil”. En este diagnóstico, los peruanos estamos mal educados por la excesiva injerencia estatal y la poca presencia empresarial en el mercado educativo. No me parece ni convincente ni en la línea de lo que el informe central del mismo boletín plantea. Primero, la presencia de la escuela privada en el Perú es muy grande en términos comparados. El 24% de la educación peruana está en manos privadas. Sin entrar en detalles, no son muchos los países con una presencia tan alta de privados y es un promedio bastante más elevado que el latinoamericano. ¿Es nuestra educación mejor gracias a este vasto empresariado educativo? ¿Prosperaríamos de abrir más y más escuelas privadas? Desde luego que no. En varios distritos de Lima los colegios nacionales obtienen mejores resultados que los particulares (de otra manera: la educación privada es peor que la pública). Claro, no ocurre en La Molina o Miraflores, pero en sectores menos favorecidos el negocio de la escuela privada para pobres es nocivo. Nuestra tara no es un déficit de empresarios en la educación. Después de todo, desde la era de los Boloñas y Trelles —esos personajes propios de los noventa, los suertudos que durante una década fueron juez y parte en la educación peruana—, hemos privatizado la educación de manera consistente y más agresiva que el resto de países en América Latina. Según cifras de Hugo Díaz, entre el 2010 y el 2012 cada año trescientos mil estudiantes dejaron la escuela pública, mientras la privada recibía cien mil nuevos. Es decir, desde hace un par de décadas ya estamos en el carril privatizador. Y, salvo mejor evidencia, no hay mejoras en la educación peruana que sean directamente atribuibles a tal énfasis. La reflexión sobre educación en el Perú no puede tener como punto de partida quién debería ser propietario de la escuela (el Estado o el privado); debe partir de la preocupación real por los moradores precarios de esa escuela: niños y maestros.
Hay otras causas para nuestro desastre educativo. Una muy rentable políticamente es culpar de todo al Sutep. Chang y García lo convirtieron en su divisa; más que interesados en mejorar la educación de los peruanos, les interesaba la gresca pública con el Sutep y sacar rédito político de ello (Chang terminó de primer ministro; la vio). No seré yo quien defienda al Sutep (aunque a estas alturas, dada la gazmoñería limeña, ya más de uno debe creer que provengo de alguna rama del maoísmo), pero la testarudez ideológica del sindicato de maestros no me parece la raíz del árbol podrido de la educación nacional. El Sutep se ha hecho fuerte frente al desinterés del Estado peruano por sus maestros. Si el Estado y la sociedad mostrasen un desprecio similar por mi oficio, creo que haría cosas peores que afiliarme al Sutep.
Tal vez la razón de fondo del entrampamiento es que a nadie la importa la educación como fin en sí mismo. Como lo recuerda bien la investigadora María Antonieta Alva, la estrategia de Alan García y su ministro José Antonio Chang de embellecer colegios emblemáticos no solo era superficial por el énfasis en el tarrajeo y el maquillaje, sino porque la racionalidad de la política no era educativa sino económica: se buscaba que dichas obras generasen trabajo en un momento en que la crisis internacional nos zarandeaba. En síntesis, la educación en sí misma no le importa a nadie. Pero tal conclusión nos lleva directamente a la madre de todas las preguntas: ¿por qué no le importa a nadie?
La causa, creo, no está en el Sutep; tampoco en la escasez de colegios privados, y ni siquiera es cuestión de dinero, pues el presupuesto peruano para educación se ha incrementado en los últimos años gracias al crecimiento económico (y no, dejémoslo claro, debido a la decisión política de alguien). El nudo educativo está en la relación entre Estado y ciudadanía. En todas partes del mundo los ricos envían a sus hijos a escuelas privadas. Lo que no ocurre en todas partes y sí ocurre en el Perú es que la educación pública está reservada únicamente para los más pobres del país, para el concho último de la sociedad. En el Perú, la población vinculada a la escuela pública —tanto los maestros como las familias de los alumnos— es innegablemente la más paupérrima. Y cada vez que alguien prospera en la escala social, por más nimia que sea su mejora, inmediatamente deserta del colegio público y se traslada a uno privado. Ese colegio particular en los barrios de clase baja (y en muchos de clase media) no es mejor que el estatal; la escuela privada destinada a los ciudadanos de menos recursos no les salva de una educación anémica, solo les ahorra el estigma de haber pasado por un “colegio nacional”. Como ya dije, miles de personas migran de la escuela privada a la pública cada año en un carrusel tan ineficiente en términos personales como nocivo en términos generales.
Esa sangría de estudiantes da lugar a que la educación pública solo cobije a lo más débil de nuestra ciudadanía. Y esa ciudadanía, por definición, tiene grandes dificultades para reclamar por sus derechos… si llega a reclamar. El origen de nuestros problemas educativos está en la “calidad de la demanda educativa”. Los ciudadanos de menos recursos que con gran esfuerzo logran migrar a la escuela privada y aquellos que se resignan al colegio público convergen en debilitar y fragmentar la demanda por una mejor educación. Y, puesto que no hay nadie de los sectores medios o altos que tenga contacto alguno con la educación pública, los políticos y los policy-makers jamás sufren el tipo de presión ciudadana que suele empujar las reformas políticas en cualquier país. Comparemos la zozobra que causa un intento de reforma en la esfera económica con uno en la educación nacional. Por ejemplo, sería fantástico ver al presidente de la Confiep, alguna vez, tan gallito y pechador con el gobierno debido a una razón que no sea el modelo económico (y sería genial que el gobierno deje de pensar en darle nuevas tareas al Estado cuando todavía es incapaz de realizar correctamente las más básicas). ¿Quién es a la educación lo que la Confiep a la economía? ¿Qué fuerza política o social pelea por la consistencia de una política educativa a través de los años?
Entonces, la relación entre Estado y ciudadanía en el ámbito educativo en el Perú constituye un círculo vicioso: el crecimiento económico permite que la gente abandone la escuela pública, las demandas educativas se debilitan y fragmentan y, puesto que no se articula una demanda para que el Estado mejore la calidad educativa, esta decae y la gente tiene más incentivos para irse a nuevos colegios privados… y así sustantivamente, como decía el Chavo. Todo el mundo gana: el político a quien nadie aprieta en serio por el tema educativo, y el mercachifle emperador del colegio particular. Pierde la ciudadanía: de manera difusa toda ella, concretamente la más pobre, condenada a la educación menesterosa ofrecida por el Estado o el particular.
¿Cómo se rompe un círculo vicioso institucional de esta naturaleza? Se me ocurren dos formas. Una es el choque externo, algún tipo de catástrofe que exponga ante la opinión pública lo mal que estamos. Muertos, un colegio desmoronado, algo brutal e inmediato. Las cifras y los estudios sesudos ya son conocidos y no (con)mueven a nadie. La segunda es con decisión política. Pero hoy en la mañana (5 de mayo) he oído al presidente Humala instando a un grupo de jóvenes a que dejen el trago y se enlisten en el cuartel. No es el tipo de voluntad civil, republicana, universalista, que hace falta para romper el círculo vicioso de la educación en el Perú. Al igual que con tantas otras cosas en el país, el balance educativo habrá de realizarse cuando haya pasado este ciclo magnífico de prosperidad. Solo entonces podremos evaluar si Martha Nussbaum tiene razón cuando sostiene que la educación no nos libra necesariamente de los peores comportamientos… pero la ignorancia los asegura.
Publicado originalmente en PODER
Fuente: http://lamula.pe/2013/05/20/alberto-vergara-los-maleducados/ginnopaulmelgar/
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