Sería entendible que este fuera un razonamiento de las masas ya que los medios son importantes gestores de esta manera de pensar. Pero la universidad peruana es...
la llamada a enfrentar esta deshumanización. Los académicos son precisamente –como poseedores del conocimiento- quienes valoran, promueven y defienden la cultura universal.
Sin embargo en los últimos años han proliferado las universidades empresariales que han dejado de lado la producción de ciencia y se han concentrado en la formación de buenos empresarios (entendiendo como buenos a quienes logran sus objetivos o los de la empresa, a cualquier costo) o buenos trabajadores “adecuados las necesidades del mercado competitivo”. Es comprensible. Las universidades con fines de lucro venden un producto, un servicio (en algunos casos muy bueno y necesario) pero que desarraigado de la ciencia, la cultura y las humanidades, aparece como un arma en las manos para ganar una guerra y no como una antorcha de luz para combatir la ignorancia.
Otro aspecto –más preocupante aún- es que las universidades nacionales, incluso las más prestigiosas, arrastradas por la fuerza del mercado están tratando de adaptar sus planes de estudio a esta lucha por el desarrollo de competencias de mercado. Están tratando de entrar al juego de las grandes empresas, a este Monopoly o Cashflow de la realidad. Es entendible que las universidades tradicionales se asusten un poco ante la avalancha de tecnología, estrategia y pragmatismo de las nuevas, jóvenes y ricas; pero ¿es esa su función?
Una universidad del estado, debe servir a los intereses del país que la financia. La educación es inversión y el estado debe velar que esa inversión, fruto del impuesto de los peruanos, sea bien utilizada. Estoy convencido de que la universidad nacional debe enfocarse en la producción de ciencia y tecnología (motor de cualquier desarrollo) y no solo en sus usos aplicativos (entiéndase solución de problemas). La universidad científica (y las universidades nacionales debería serlo) deben investigar y producir nuevo conocimiento, es decir: debe producir científicos y no solo buenos empleados. Intelectuales y no solo fieles y responsables trabajadores calificados.
No estoy criticando a las universidades particulares, que también las hay científicas, y muchas de ellas satisfacen necesidades sociales y de mercado que las nacionales no pueden. Es provechoso que haya mucha oferta educativa; un mercado variado, donde cada uno compra lo que quiere o lo que puede. La empresa privada da un servicio por un precio y corresponde a los clientes decidir la calidad de lo que compran y el momento de cambiar de producto cuando no se sienten satisfechos. Es el cliente quien puede esforzarse por comprar algo de mejor calidad o conformarse con lo que puede pagar. La universidad nacional debe verse con otros ojos; no debería servir al mercado sino al desarrollo integral; no debería someterse a la estrategia sino al conocimiento. La universidad debe ser también la formadora de los valores nacionales, es lícito que la rentabilidad sea una preocupación en ella, pero no debería ser la principal.
Un ejemplo digno de mencionar es el slogan de la Universidad Nacional Agraria La Molina: “cultivar al hombre y al campo”; esta frase resume un principio básico: no basta con aprender las técnicas para transformar la realidad, en primer lugar (y ese es el orden que el propio slogan plantea) hay que cultivar al hombre; hay que hacerlo ético, responsable y pensante. No basta con hacerlo bueno en su disciplina profesional, sino que hay que hacer un buen ser humano, con capacidades que van más allá de lo meramente utilitario. No se trata de transformar solo los mercados, hay que transformar a las personas, a las almas (y justificar la locución latina Alma Mater, es decir, Madre del alma). Si no lo hace la universidad ¿quién lo hará?
Lo anterior parece obvio, y sin embargo las universidades nacionales más prestigiosas -incluyendo la Agraria- están tratando, desde hace algún tiempo, de competir mejor en los mercados nacionales descuidando las que deberían ser sus prioridades. Parte de este proceso es la disminución progresiva de los cursos de filosofía, ciencias sociales y ciencias humanas en los planes de estudios de sus carreras, especialmente en las científico- tecnológicas (ingenierías, ciencias puras, ciencias informáticas y ciencias de la salud) asumiendo que es mejor y más rentable un curso de computación que de ética; un curso de gestión empresarial que uno de realidad nacional; un curso de marketing que uno de redacción. Lo peor es que los propios alumnos influenciados por la civilización del espectáculo -tan lúcidamente descrita por nuestro Nobel de literatura- y las ideas de competencia, competitividad y consumo, creen que está bien; que un curso de antropología es pérdida de tiempo; o que un curso que desarrolle la comunicación escrita y la capacidad oral de una persona no es tan importante como el buen uso de la estrategia. ¿Avanzamos o retrocedemos?
No olvidemos que un ingeniero sin ética, sin capacidades de comunicación, sin conocimiento de la realidad de su país, sin consciencia social: mientras más sabe será peor. La ciencia y la tecnología son amorales. Somos los seres humanos los que tenemos la posibilidad de ser morales o inmorales. ¿Nos quejamos después de la falta de valores? ¿De la corrupción?
Debería ser más importante comprender al otro que manipularlo. ¿No somos seres humanos antes que profesionales competitivos? La frase molinera “cultivar al hombre y al campo” debería servir de horizonte para el tipo de educación universitaria que queremos, y no olvidarnos de su primer principio por ir en busca de los sueños de mercado del segundo.
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