Separó sus piernas a golpes, le mordió los dedos, la cara, se arrojó con todo su peso y gimió como un monstruo enardecido. Ella recibió la baba, el mal aliento y la maldición de la que pudo ser otra mañana cualquiera. Un gemido, otro, la muchacha siente un ardor pero piensa en su madre. La culpará.
Mi amor, repite una y otra vez su...
padre, un hombre que roza los 50, desempleado, ebrio. Le lame la cara, grita, eyacula. La muchacha no quiere oírlo y se concentra en el ruido de la hebilla del cinturón de su padre. Puede ver sus nalgas, el acto y el movimiento por un espejo en el que admiraba solo unas horas antes los cambios de su cara, de su cuerpo, la perfecta postura que ensayaba dentro de su uniforme escolar. El padre no ha dejado de gritar su más hediondo placer como una tos seca, ni de sacudirse sobre ella. La muchacha siente una arcada que es cubierta por otro beso que no es más que una masa asquerosa de baba y labios deformados que chocan los suyos. Su cabeza va una y otra vez contra la pared. El dolor de eso depende de cuán enardecido esté él. No es la primera vez.
Ella sabe lo que debe hacer cuando termine. Correr a lavarse entre las piernas, a deshacerse de lo que acaba de pasar, a reinventarse, a verse otra vez frente al espejo, a sobrevivir. Pero fracasa. No se reinventa, se quiebra, no es nadie frente a su propia imagen. Le acaban de quitar todo, de nuevo. Y se lava una y otra vez, se provoca heridas, aprende a maldecir. Reconoce a su padre entre sus manos y se atreve a vomitar. Pero la limpieza es imposible. Aún no lo sabe pero él la embarazó solo unas semanas antes.
***
¡Toma! Le dice el hombre y le sirve un vaso de ron, entero, puro. Ella se atora, pero bebe, intenta escupir, pero otro hombre la coge del pelo y el tercero pasa la mano por su cara. ¿Te gusta? Le pregunta. Ha estado tocándose, ansioso durante todo el trayecto.
La mujer tomó un taxi en una esquina cualquiera, tarde. Dos cuadras después, dos hombres suben uno a cada lado de ella. Grita y recibe el primer golpe, llora y solo escucha carcajadas. Lo que hay en su bolso no les sirve. Esto no es un asalto, dice el supuesto taxista y los tres ríen.
Y otro vaso de ron y otro, a la fuerza, a golpes, con el alcohol deslizándose sobre su cuello junto a la sangre de una nariz medio rota. Solo diez minutos después la mujer está completamente ebria. Ya no grita, solo llora, no la golpean. Los tres hombres abusan de ella, la usan y desusan a su antojo. En algún momento parecen animales saciados sobre su propia mierda. Dentro de lo que parece una bodega de provincia, de esas que tiene un cuarto detrás para tomar, uno de los hombres ríe porque su amigo se queda dormido. Lo retira y se vuelve a posar sobre la mujer, que ya no dice nada. Sus ojos parecen dos nervios muertos, rojos, podridos.
Despertó por el ruido de los primeros bocinazos antes de que amaneciera, en un parque y con el seno apenas cubierto. Tenía la cara destrozada, pero aún no podía verse. El dolor entre las piernas no era tan insoportable como su propio olor. Temblaba. Nada de denuncias. Dirán que estaba ebria. Borracha jode menos, recuerda una de las frases de la noche anterior. Al llegar a casa, solo se lo cuenta a su hermana. Lloran, maldicen y gritan, pero deciden no hacer nada. No logran volver a hablar del tema. Pueden ocultar lo que ha pasado, sus padres viven en provincia. Y ella se echa a la cama durante todo el día, toda la semana, el mes. Pierde el ciclo, el trabajo, pero no le importa.
El día que supo de su embarazo, pensó en abortar. Lo dudó. No le interesaba morir en algún consultorio clandestino por una mala práctica, sino que la volvieran a violar. Eso le ocurrió a una de sus amigas.
Y con la noche más miserable creciendo dentro de ella, resolvió qué hacer. ¿Veinte pastillas serán suficientes? Pensaba. No. Más. Muchas más. Un vaso, otro. Casi cincuenta pastillas rasgando su garganta. Sus ojos terminaron por convertirse en dos nervios muertos, blancos, podridos y abandonados.
***
La primera historia es una construcción de nuestro imaginario más infeliz, más indiferente. Los titulares nos muestran a niñas como esa a diario. Ellas terminan por ser solamente personajes porque las convertimos en ficción. La segunda historia, en cambio, es un híbrido entre la ficción y lo que alguien me contó sobre una mujer embriagada a golpes por un taxista y dos hombres más, quienes la violaron, escupieron y destruyeron.
¿Literatura barata? Quizá, pero no más que un titular diario que nos repite lo mismo y al que nos acostumbramos sin decir “otra mujer violada, otra niña embarazada por su padre, ¿y?”. No lo decimos, pero lo pensamos, vivimos así. Somos así. Seguimos. Podríamos hacer más, probablemente, pero no nos toca, no a todos, no hasta que ocurre cerca. Cada uno tiene su vida, su ritmo, su espacio, su lucha. Si bien no podemos detenernos en las desgracias que nos narran diariamente, podemos dejar de asumir que la vida de los demás, sus decisiones y sus circunstancias deben ser como las nuestras.
Sí, muchas mujeres tienen hijos de sus violadores, incluso cuando estos son sus propios padres. Sin embargo, si tuvieran otra opción, si el Estado no las obligara a continuar con sus embarazos, si no las humillaran ni las volvieran a violar, si la Iglesia no manipulara su fe, su culpa, su cuerpo, ni interfiriera probando el poder que tiene sobre el Estado a pesar de ser un país “laico”, tendrían el derecho de abortar, de reconstruirse, de volver a verse al espejo habiendo empezado de nuevo. Es poco lo que podemos hacer, pero podemos empezar dejándolas decidir.
CECILIA PODESTÁ
Lamula.pe
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