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Las cosas que uno medita mucho o quiere que sean 'perfectas', generalmente nunca se empiezan a hacer...
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"Cada mañana, miles de personas reanudan la búsqueda inútil y desesperada de un trabajo. Son los excluidos, una categoría nueva que nos habla tanto de la explosión demográfica como de la incapacidad de esta economía para la que lo único que no cuenta es lo humano". (Ernesto Sábato, Antes del fin)
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miércoles, 18 de mayo de 2011

Giuliani: un asesor a la medida para Fujimori

Fue en febrero de 1999.
Yo vivía en Queens, pero pasaba la mayor parte del tiempo en Manhattan, donde estudiaba y trabajaba. Solía almorzar cerca de la universidad, en la 14, una calle gris, fatigada por tiendas al por mayor y restaurantes al paso. La zona –a pesar del auge económico de Nueva York en esos años- evocaba todavía el escenario de “Taxi Driver”, la oscura película de Scorsese que se filmó en sus inmediaciones.
Un día, pasando por la intersección de la 14 y la 2da avenida, noté algo que me llamó la atención: una especie de altarcillo improvisado, con velas, carteles e imágenes religiosas en una buhardilla donde normalmente había un vendedor ambulante que ofrecía ropa barata. En la pared, con cinta adhesiva, alguien había puesto una nota explicando que el ambulante que trabajaba en ese lugar, Amadou Diallo, había fallecido “trágicamente” la noche anterior.
Recuerdo haber leído la nota con curiosidad y con la impresión de identificar mentalmente al vendedor. Tiempo después, todos los neoyorquinos se hicieron familiares con su rostro y llegarían a la vaga sensación de haberlo visto o –por lo menos- de conocer a alguien como él.
Amadou Diallo, un emigrante guineano de 23 años, fue baleado por un grupo de cuatro policías la madrugada del 4 de febrero de 1999. Los policías estaban de patrulla en un carro sin placas, por un barrio del Bronx, buscando a un delincuente que –según ellos- “tenía la misma descripción” que Diallo. Al verlo en la puerta de su casa, los policías bajaron del auto y le dieron el alto. Según los policías, Diallo retrocedió e hizo el gesto de sacar algo de su chaqueta. En ese momento, uno de los policías gritó “¡Pistola!”, mientras otro, que estaba cerca de Diallo, tropezaba y caía al suelo.
En los segundos que siguieron, como se descubriría luego, los policías le dispararon 41 veces a Diallo. 19 de las balas dieron en las piernas y el tórax. Al menos 3 de las balas le fueron disparadas cuando -aparentemente- ya estaba en el suelo.

En los meses que siguieron, la muerte de Diallo se volvió en un ejemplo de la brutalidad policial bajo el gobierno municipal de Rudy Giuliani, el caballero que Keiko Fujimori acaba de presentar como su asesor en políticas de seguridad. El caso era típico de otros actos similares en que los policías gatillaban con facilidad si el sospechoso era negro, o vivía en uno de los barrios del enorme cinturón de pobreza que rodea a Nueva York. En el año posterior a la muerte de Diallo, la policía mató a otras tres personas por no responder al alto, uno de ellos por la misma unidad policial que mató a Diallo. Todos los victimados eran hombres negros. Todos estaban desarmados. En  ningún caso se castigó a los policías, que gozaban del apoyo incondicional de su sindicato y del alcalde, que es –en la estructura de gobierno de los EEUU- la persona responsable por el orden interno.
Incluso sin llegar a los casos de muertes de personas bajo detención, hubo casos de arrestos brutales, violencia innecesaria y hasta de violación sexual de sospechosos, como el caso de Abner Louima. Hubo denuncias de Amnesty International, investigaciones encabezadas por congresistas negros, manifestaciones y actos de repudio por el sindicato de policías negros de Nueva York.
Al Sr. Giuliani –el asesor de Fujimori- todo le traía sin cuidado.  En su programa de radio, entablaba polémicas a gritos con quienes llamaban para reclamar que la policía respetase los derechos humanos. ¿Su argumento? La reducción de las tasas de crimen en la ciudad que atribuía a sus políticas de “tolerancia cero”, sin prestar atención al hecho de que las tasas de crimen habían descendido sostenidamente en todo el país.
El Sr. Giuliani se preocupaba solamente de barrer con el voto blanco de la ciudad, que le garantizaba el éxito electoral. Total, en los barrios acomodados o en los barrios blancos de clase media baja, ¡a quién le importaba lo que ocurriese en el Bronx! (Comportamiento que nos recuerda a las clases altas y medias aspirantes de cierto país).
El Sr. Giuliani ejerció la alcaldía como un intolerante brutal. En el mismo año en que esto ocurría, anunció que le cortaría los fondos al Museo de Brooklyn porque –en una exposición de arte de la afamada colección Saatchi- se presentaba una obra de arte que a él le parecía blasfema: una madonna africana, en cuya preparación el artista nigeriano Chris Ofili había utilizado elementos tradicionales en su cultura, como bosta de elefante. La censura motivó, como ocurre en una ciudad culta, una inmensa movilización ciudadana para visitar el museo, que terminó por derrotar al alcalde.
Su política de tolerancia cero le llevó incluso –esto es lo único gracioso de este artículo- a una ordenanza municipal que prohibía cruzar la calle si no era por la esquina. La policía tenía órdenes de pedirle papeles y multar a quien encontraran cruzando a la mala. Por supuesto, este desperdicio de capacidad policial, colapsó apenas un multado litigó contra el municipio.
Menos gracioso fue el hecho de que –en una ciudad con niveles rampantes de SIDA- la municipalidad hiciera todo lo posible por cortar gastos en sus servicios de salud para enfermos pobres. Giuliani llegó a ir a tribunales para defender sus políticas, que –entre otras lindezas- imponían trámites discriminatorios contra enfermos sin recursos. Los enfermos tenían, por ejemplo, que someterse a una verificación de antecedentes policiales y requisitorias. Todo para reducir el costo de atender a unas 25,000 personas que se atendían en la división de SIDA de la ciudad.
La ciudadanía eventualmente le pasó la factura a Giuliani. Perdió las elecciones para senador de Nueva York contra Hillary Clinton, en el 2000. Tuvo que retirarse de las primarias republicanas para las elecciones presidenciales del 2008, al no ganar en ningún estado. De hecho, en aquellas elecciones, Giuliani se convirtió en el hazmerreír de la campaña, por su autobombo y su narrativa de supuesto heroísmo alrededor del 11 de setiembre. Uno de los candidatos llegó a decir, con mucho éxito de prensa, que Giuliani había reducido la sintaxis del inglés a la fórmula “sujeto-predicado-11 de setiembre”.
Pero ¿qué sabemos de eso en el Perú? Es muy fácil para la Sra. Fujimori posar para la foto con el “alcalde del 11 de setiembre”, confiada en que el malinchismo nativo no haga preguntas. Ya lo hizo Kuczynski citando su admiración por Álvaro Uribe, y le funcionó. El idilio que vive con una prensa indigna del nombre garantiza que ningún periodista haga la tarea y le plantee preguntas difíciles. No sorprende que tengan que ser peruanistas o peruanos en Nueva York, los que se acuerden.
Aunque sea una maniobra publicitaria, escoger a Giuliani como imagen de su inexistente política de seguridad ciudadana, refleja fielmente los antivalores del fujimorismo. Gatillo fácil, discriminación, intolerancia. Probablemente este y otros artículos que describan a Giuliani, sólo le hagan un favor a lo más repulsivo del Perú, que –precisamente- aplaude las políticas de mano dura y discriminación. Será, pues: así estamos.
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Fuente de la primera imagen. En la segunda imagen, una caricatura de Steve Zack, el personaje dice “Atención policías: voy a meter la mano en el bolsillo para sacar un pañuelo. No voy a hacer ningún movimiento brusco. Mis manos van a estar a la vista todo el tiempo. No disparen.”

Fuente: http://lamula.pe/2011/05/17/giuliani-un-asesor-a-la-medida-para-fujimori/EduardoGonzalez/

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