Por: Pablo Quintanilla
Después de tres siglos de ser una religión perseguida, tanto por judíos
como por romanos, el cristianismo fue legalizado por el imperio de
Constantino, mediante el Edicto de Milán, el año 313. Esto condujo a que
adoptase algunas características imperiales, tanto en la organización
política como en la persecución de las disidencias y herejías.
Hace exactamente 50 años, sin embargo, se produjo una importante
revolución. El Papa Juan XXIII convocó al Concilio Vaticano II, con el
objetivo de...
transformar la Iglesia para adaptarla a los nuevos tiempos.
El concilio acercó a los católicos a cristianos de otras denominaciones y
a toda persona de buena voluntad. Priorizó lo esencial del pensamiento
evangélico y no lo ritual ni formal. Fortaleció la misión social del
cristianismo y fomentó una Iglesia dialogante que mantuviera los canales
de la conversación abiertos, no una que clausure el diálogo
estableciendo prohibiciones y dogmas. Estoy persuadido de que si la
Iglesia hubiera continuado en esa dirección, hoy tendría un mayor
liderazgo moral e intelectual.
Sin embargo, después de Pablo VI el curso de la historia se revirtió.
En vez de salir al mundo para ser una voz más en la pluralidad de las
conversaciones, un sector poderoso de la Iglesia se encapsuló en sí
mismo, robusteciendo el peso de la autoridad por temor a que el diálogo y
la discrepancia confundieran a los creyentes y la Iglesia se
debilitara. Esto no alentó a que personas que no necesitaban dogmas
firmes, sino amplitud de criterios, se acercaran a ella.
Pienso que el papa que reemplace a Benedicto significará un divortium
acquarum. Según su liderazgo, o bien la Iglesia se convertirá en un
espacio de reflexión libre y dialogante, con un fuerte contenido social,
una mayor democratización en su estructura jerárquica y un
fortalecimiento de lo esencial de la doctrina o, por el contrario,
correrá el riesgo de vaciarse de fieles, convirtiéndose progresivamente
en una secta fundamentalista de pocos pero fanatizados militantes.
En este contexto la sanción del cardenal Cipriani al padre Gastón
Garatea ha generado una discusión mediática curiosa y desconcertante.
Los defensores de Garatea suelen exhibir su comportamiento humano y
pastoral. Los defensores del cardenal suelen optar por argumentos de
autoridad o empresariales. Ellos dicen (literalmente): “el cardenal
tiene la potestad de sancionarlo, esas son las reglas de la Iglesia, si
no te gusta, te vas”. O peor: “la Iglesia no es una democracia, unos
mandan y otros obedecen”. Más aún: “es como una empresa que vende
zapatillas, si tú vendes pantuflas no hay lugar para ti”. Y más: “Es
como Toyota o Coca Cola, una marca registrada”.
Después de leer tan sorprendentes argumentos, me pregunto si esas
personas habrán leído el Evangelio. De hecho, muchos de ellos se
declaran no católicos, precisamente porque no quieren que alguien les
imponga cómo deben pensar. Otros han abdicado voluntariamente de su
deber y derecho a tener opiniones. Comparar a la Iglesia con una empresa
que vende zapatillas, con un club donde unos mandan y otros obedecen, o
con una marca registrada, no solo es ridículo sino, además, me suena a
una herejía mayor que el arrianismo o el bogomilismo.
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