Sobrevivieron solo 200 chalacos de los 5 mil que habitaban la zona. Olas ingresaron hasta 5 km. Fecha fatídica coincide con el sismo de esta tarde
Plano de Lima del siglo XVIII. La ciudad amurallada contenía bellos monumentos como una efigie ecuestre del rey Felipe V. Todo se vino abajo con el terremoto en poco más de tres minutos.
JORGE PAREDES
El Dominical (publicado el 27 de marzo de 2011)
Día 28 de octubre de 1746. Hora 10:30 p.m. La placa tectónica de Nasca se sacude violentamente a unos 160 kilómetros de la costa peruana. La tierra se estremece de abajo hacia arriba y provoca un terremoto en Lima y el Callao. Murallas, techos, fachadas, torres de iglesias, balcones caen en pocos segundos. La gente se refugia en huertas y descampados, pero muchos quedan aplastados debajo de pesados adobes. Lima, la capital del virreinato más importante de América del Sur, la ciudad que había llegado a su punto de perfección, como decía el jesuita Bruno Morales, llena de conventos, plazoletas y murallas, y que había sido levantada en 211 años, es destruida en poco más de tres minutos.
11:00 p.m. Un espeluznante ruido viene del mar. El agua retrocede y en contados minutos una gran ola golpea el Callao. Avanza con tal violencia que, después de destruir las murallas del puerto y despedazar los cañones de bronce que lo resguardan, ingresa cinco kilómetros tierra adentro. Las naves de guerra Fermín y San Antonio terminan destrozadas a kilómetro y medio de la costa; el barco Michelot es lanzado contra un hospital, el cual queda totalmente destruido; y...
el Socorro acaba detrás de la aldea pesquera de Pitipiti.
El tsunami hundió diecinueve embarcaciones; y, de los cinco mil habitantes que tenía el Callao, sobrevivieron menos de doscientos. En Lima los muertos fueron más de dos mil y los efectos de la catástrofe se sintieron desde Ecuador hasta Chile. Las enormes olas (aunque sin causar mayores daños) llegaron hasta Acapulco, en México.
Día 29 de octubre de 1746. El sol había salido sobre la ciudad y, tal como lo cuenta en su “Relación” el virrey Manso de Velasco, Lima era “un lugar de espanto, a la manera que suelen verse en una guerra los lugares cuando entra el enemigo a sangre y fuego, y convierte en montones de tierra y piedras los más hermosos edificios”. El cronista José del Llano Zapata, quien mejor retrató la tragedia, predijo ante tal panorama que Lima no podría ser reconstruida en dos siglos y ni con doscientos millones de pesos. De sus 3.000 casas, distribuidas en 150 manzanas, solo unas 25 habían quedado en pie. Don José de Ovando y Solís, marqués de Ovando y comandante de la flota española del Pacífico, relató en una carta que tuvo que caminar encima de cadáveres de ambos sexos “en el modo más violento que es imaginable a un [ser] racional”. “No hay hipérbole -escribió- que llegue a significar tanta tragedia en tan corto tiempo. Los clamores de la divina misericordia, y lamentables llantos alternaban con la repetición de temblores, confundiendo las quejas de los heridos, para que fuese mayor su desgracia, sin poder distinguir los que jemían [sic] sepultados o presos como en cavernas, pidiendo socorro en últimos alientos, y así perecieron muchos”.
Según Del Llano Zapata, el 30 de octubre, dos días después del terremoto, cuatro hombres fueron vistos flotando en un pedazo de madera en el mar del Callao, pero las olas, todavía embravecidas, impidieron el rescate. Un resignado sacerdote les dio la extremaunción desde los acantilados.
Varias semanas después el mar seguía varando cuerpos en la orilla. En Lima no había alimentos, pues los almacenes de la costa habían sido devastados. El virrey Manso de Velasco, temeroso del desorden de la plebe, ordenó disparar y ahorcar a los saqueadores. Los códigos sociales que regían la ciudad se habían roto y no se podía distinguir entre ricos y pobres, pues todos andaban en harapos y hambrientos. Los remezones fueron interminables. Del Llano Zapata contabilizó 340 réplicas en un mes. Otros testimonios más alarmistas dijeron que los temblores superaron el millar. En medio de la zozobra, circularon rumores sobre el fin del mundo. Una monja predijo el fin del reino y en el Cusco la gente esperó, entre rezos, un anunciado terremoto para el 5 de enero de 1747.
Lima tardó años en levantarse de entre sus escombros, y quien más ayudó en la reconstrucción fue el virrey Manso de Velasco, a quien le fue concedido el título nobiliario de conde de Superunda, que significa “sobre las olas”. Él había logrado vencer a esa gigantesca ola que había arrasado la Ciudad de los Reyes una noche de 1746.
COLONIALISMO EN RUINAS
La mayoría de datos de esta crónica pertenecen al libro “Colonialismo en ruinas: el terremoto y tsunami de 1746 en Lima y sus consecuencias” (en proceso de traducción), del historiador norteamericano Charles Walker, que próximamente será publicado por el Instituto de Estudios Peruanos. Según calcula Walker, el terremoto de 1746 alcanzó una magnitud de entre 8,0 y 8,6 en la escala de Richter.
LO QUE DIJO VOLTAIRE
Sobre el terremoto de 1746 han escrito Voltaire, Emmanuel Kant y Benjamin Franklin. Voltaire en “Cándido y el optimismo” dice, comparando la tragedia de Lima con lo sucedido en Lisboa en 1755, cuando un terremoto causó más de 60.000 muertos: “Quizá exista una capa subterránea de azufre que vaya desde Lima hasta Lisboa”. En el siglo XVIII algunos científicos creían que los terremotos eran causados por gases subterráneos.
El Dominical (publicado el 27 de marzo de 2011)
Día 28 de octubre de 1746. Hora 10:30 p.m. La placa tectónica de Nasca se sacude violentamente a unos 160 kilómetros de la costa peruana. La tierra se estremece de abajo hacia arriba y provoca un terremoto en Lima y el Callao. Murallas, techos, fachadas, torres de iglesias, balcones caen en pocos segundos. La gente se refugia en huertas y descampados, pero muchos quedan aplastados debajo de pesados adobes. Lima, la capital del virreinato más importante de América del Sur, la ciudad que había llegado a su punto de perfección, como decía el jesuita Bruno Morales, llena de conventos, plazoletas y murallas, y que había sido levantada en 211 años, es destruida en poco más de tres minutos.
11:00 p.m. Un espeluznante ruido viene del mar. El agua retrocede y en contados minutos una gran ola golpea el Callao. Avanza con tal violencia que, después de destruir las murallas del puerto y despedazar los cañones de bronce que lo resguardan, ingresa cinco kilómetros tierra adentro. Las naves de guerra Fermín y San Antonio terminan destrozadas a kilómetro y medio de la costa; el barco Michelot es lanzado contra un hospital, el cual queda totalmente destruido; y...
el Socorro acaba detrás de la aldea pesquera de Pitipiti.
El tsunami hundió diecinueve embarcaciones; y, de los cinco mil habitantes que tenía el Callao, sobrevivieron menos de doscientos. En Lima los muertos fueron más de dos mil y los efectos de la catástrofe se sintieron desde Ecuador hasta Chile. Las enormes olas (aunque sin causar mayores daños) llegaron hasta Acapulco, en México.
Día 29 de octubre de 1746. El sol había salido sobre la ciudad y, tal como lo cuenta en su “Relación” el virrey Manso de Velasco, Lima era “un lugar de espanto, a la manera que suelen verse en una guerra los lugares cuando entra el enemigo a sangre y fuego, y convierte en montones de tierra y piedras los más hermosos edificios”. El cronista José del Llano Zapata, quien mejor retrató la tragedia, predijo ante tal panorama que Lima no podría ser reconstruida en dos siglos y ni con doscientos millones de pesos. De sus 3.000 casas, distribuidas en 150 manzanas, solo unas 25 habían quedado en pie. Don José de Ovando y Solís, marqués de Ovando y comandante de la flota española del Pacífico, relató en una carta que tuvo que caminar encima de cadáveres de ambos sexos “en el modo más violento que es imaginable a un [ser] racional”. “No hay hipérbole -escribió- que llegue a significar tanta tragedia en tan corto tiempo. Los clamores de la divina misericordia, y lamentables llantos alternaban con la repetición de temblores, confundiendo las quejas de los heridos, para que fuese mayor su desgracia, sin poder distinguir los que jemían [sic] sepultados o presos como en cavernas, pidiendo socorro en últimos alientos, y así perecieron muchos”.
Según Del Llano Zapata, el 30 de octubre, dos días después del terremoto, cuatro hombres fueron vistos flotando en un pedazo de madera en el mar del Callao, pero las olas, todavía embravecidas, impidieron el rescate. Un resignado sacerdote les dio la extremaunción desde los acantilados.
Varias semanas después el mar seguía varando cuerpos en la orilla. En Lima no había alimentos, pues los almacenes de la costa habían sido devastados. El virrey Manso de Velasco, temeroso del desorden de la plebe, ordenó disparar y ahorcar a los saqueadores. Los códigos sociales que regían la ciudad se habían roto y no se podía distinguir entre ricos y pobres, pues todos andaban en harapos y hambrientos. Los remezones fueron interminables. Del Llano Zapata contabilizó 340 réplicas en un mes. Otros testimonios más alarmistas dijeron que los temblores superaron el millar. En medio de la zozobra, circularon rumores sobre el fin del mundo. Una monja predijo el fin del reino y en el Cusco la gente esperó, entre rezos, un anunciado terremoto para el 5 de enero de 1747.
Lima tardó años en levantarse de entre sus escombros, y quien más ayudó en la reconstrucción fue el virrey Manso de Velasco, a quien le fue concedido el título nobiliario de conde de Superunda, que significa “sobre las olas”. Él había logrado vencer a esa gigantesca ola que había arrasado la Ciudad de los Reyes una noche de 1746.
COLONIALISMO EN RUINAS
La mayoría de datos de esta crónica pertenecen al libro “Colonialismo en ruinas: el terremoto y tsunami de 1746 en Lima y sus consecuencias” (en proceso de traducción), del historiador norteamericano Charles Walker, que próximamente será publicado por el Instituto de Estudios Peruanos. Según calcula Walker, el terremoto de 1746 alcanzó una magnitud de entre 8,0 y 8,6 en la escala de Richter.
LO QUE DIJO VOLTAIRE
Sobre el terremoto de 1746 han escrito Voltaire, Emmanuel Kant y Benjamin Franklin. Voltaire en “Cándido y el optimismo” dice, comparando la tragedia de Lima con lo sucedido en Lisboa en 1755, cuando un terremoto causó más de 60.000 muertos: “Quizá exista una capa subterránea de azufre que vaya desde Lima hasta Lisboa”. En el siglo XVIII algunos científicos creían que los terremotos eran causados por gases subterráneos.
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