(Tomado de El Tiempo)
Poco antes de cumplir los 13 años, cursaba yo mi primer año de
bachillerato en 1959, y tenía por costumbre visitar los domingos por las
tardes a una tía política llamada Dilia Caballero de Márquez. Ella,
mientras realizaba sus oficios caseros, me ofrecía Kola Román con
bizcochos y me daba a leer recortes de periódicos de un sobrino suyo
llamado Gabriel García Márquez, entonces un joven escritor de 32 años.
Yo alcanzo a recordar -estoy hablando de recortes de 1955 a 1959-
breves entrevistas con este autor, con fotos que mostraban a un muchacho
muy delgado de cabello ensortijado y bigote negrísimo, envuelto siempre
en grandes bocanadas de humo de cigarrillo. Por entonces, García
Márquez solo era conocido en los medios periodísticos, pues era un
excelente reportero, que agotaba con sus apasionantes crónicas las
ediciones vespertinas de El Espectador. También gozaba de algún
prestigio en el estrecho grupo literario de la Revista Mito, que dirigía
el poeta Jorge Gaitán Durán y en los cafés y tertuliaderos del centro
de Bogotá. Entre los signos y las letras que rescato de las brumas de la
memoria de aquellos recortes, recuerdo frases de Gabito como estas:
"...Yo no tomo licor sino...
cada siete años...” "Estudié dos o tres
semestres de Derecho, pero no me acuerdo de nada porque me la pasaba
escribiendo cuentos durante las clases..." "Empecé a escribir una novela
en 1950... No era La hojarasca tal como está publicada..." "Yo estaba
escribiendo una novela que se llamó La casa..." "Mi próximo libro se va a
llamar Los catorce días de la semana..."
Entre junio y setiembre de ese año feliz, mientras caminaba cada mañana
hacia mi colegio, el niño tímido y solitario que era yo pensaba que en
lugar de ponerle atención a las clases de aritmética, castellano y
geografía, debería ponerme a escribir cuentos. El resultado inmediato
fue un relato que titulé precisamente La casa, en donde narraba cómo un
niño abandonaba el colegio y huía de su hogar en compañía de un
amiguito. Mi padre leyó el cuento y comentó que parecía un texto
"existencialista". Es de anotar que en el mundo cultural bogotano de
entonces no se hablaba sino de Sartre, Camus, Simone de Beauvoir y desde
luego del existencialismo.
Imitando al pie de la letra lo que doce años atrás había hecho García
Márquez cuando le llevó su primer cuento a Eduardo Zalamea Borda,
director del suplemento literario de El Espectador, (todo eso lo había
leído en los recortes de tía Dilia), me fui con mi relato a buscar al
celebrado autor de 'Cuatro años a bordo de mí mismo' al viejo edificio
del periódico. Zalamea, quien tenía un asombroso parecido con James
Joyce (por algo su seudónimo era 'Ulises'), me indicó que el director
del suplemento ya no era él sino Gonzalo González GOG, amigo y paisano
de Gabito. González, muy amable, interrumpió su trabajo y leyó mi
cuento, sin prometer nada. De pronto dijo en voz alta: "Esto está mal:
lo qué pasó la noche pasada..." Tomó un lápiz y tachó. Luego dijo:
"Debería decir: lo que ocurrió la noche pasada"... Pero enseguida, borró
la tachadura y dijo para sí mismo: "De todas maneras está escrito por
un niño".
Al domingo siguiente el cuento salió publicado en El Espectador
Dominical, con la alusión de que se trataba de un "texto
existencialista" y un dibujo de Héctor Osuna alusivo a un niño caminando
solitario por un camino pedregoso. No puedo describir la felicidad que
sentí en todo el cuerpo de mis trece años, ungido por el lamparazo de la
fama en un periódico nacional.
Una tarde de octubre mi tía Dilia me llamó por teléfono y me invitó a
conocer a su sobrino Gabriel. Yo me quedé paralizado por la emoción. "Él
quiere conocerte -me dijo-. Anota la dirección". Tomé lápiz y papel y
escribí: "Carrera 4ª número 58-35". A través del hilo telefónico pude
escuchar por primera vez la voz del escritor que decía a lo lejos:
"Apartamento 202".
En menos de veinte minutos estuve allí. Timbré, mi tía Dilia abrió la
puerta y cuando pensaba encontrarme con un intelectual de aspecto grave,
con el ceño fruncido, suéter negro, pipa en los labios y sentado frente
a su máquina de escribir, hallé a un costeño sonriente de ojos pequeños
y vivos, vestido con chaqueta de lana azul oscura y bluyín, sentado
sobre la alfombra a los pies de Mercedes, su joven esposa, mujer de
enigmática belleza que sostenía en sus brazos a un niño de pocos meses.
Él me dijo, mostrando una amplia sonrisa: -Muchacho: ¡volaste!
Y yo me limité a entregarle tímidamente el recorte de mi cuento La
casa. Recuerdo que Gabito se recostó sobre la alfombra, bocarriba, y lo
leyó con mucha atención. Cuando terminó me dijo muy serio: -Está bueno
el cuento. Pero no es existencialista. Enseguida nos brindaron Coca Cola
con ponqué negro y comenzamos a hablar en un ambiente cada vez más
acogedor y desinhibido. Esa fue la génesis de numerosas visitas
dominicales al futuro Premio Nobel. En ese entonces él trabajaba en la
agencia cubana de noticias Prensa Latina en Bogotá, cuya oficina quedaba
en el último piso de un edificio situado en la carrera sétima entre
calles 17 y 18. Recuerdo que la primera vez que fui a visitarlo a la
redacción encontré a un Gabito muy eufórico entre media docena de
estudiantes, mujeres y hombres fervorosos de la Revolución Cubana que
iban y venían de un lado a otro de la amplia sala de redacción, mientras
hablaban y atendían numerosas llamadas telefónicas. De pronto oí que
Gabo, hablando por el auricular con Mercedes exclamaba: -¡Mija, apareció
Cienfuegos! Se trataba de una feliz noticia que desafortunadamente fue
desmentida horas después. La verdad era que el avión del Comandante
Camilo Cienfuegos había caído al mar.
Durante los meses siguientes continué visitando a Gabito casi todos los
fines de semana a en su apartamento de Chapinero Alto, desde cuyos
ventanales se dominaba la mejor panorámica de Bogotá. En días hábiles lo
buscaba en su oficina y le enseñaba mis incipientes cuentos y poemas,
interrumpiendo su trabajo de Prela (como llamábamos cariñosamente a
Prensa Latina). Mi existencia se había convertido en una extraña mezcla
de vida estudiantil y fantasía literaria. Recuerdo que una tarde salimos
de su oficina a las cinco de la tarde y Gabo me invitó al Café Tampa,
situado frente a Prensa Latina, hoy inexistente. Durante una
conversación que duró varias horas en la que tomamos muchas tazas de
café tinto y de té con leche, Gabo se explayó sobre las luces y las
sombras del oficio literario. Me recomendó leer a Dickens, a Faulkner y a
Hemingway y en este último se detuvo explicándome en detalle la
estructura formal y el universo secreto de La vida feliz de Francis
Macomber, Un gato bajo la lluvia y Campamento indio. También me sugirió
con entusiasmo leer los cuentos de El muro de Jean-Paul Sartre. Me
explicó pormenores de la transposición poética de la realidad y la
manera como convenía hacerla. Y a pesar de que yo era un niño, siempre
se dirigía a mí como si fuera un adulto. Tengo muy presente que durante
la conversación se interrumpía a sí mismo, a veces bruscamente, cuando
yo comenzaba a hablar.
-Una tarde en Barranquilla -me comentó-, estábamos tomando cervezas y
mamando gallo con Alfonso Fuenmayor, Germán Vargas, el Nene (Álvaro)
Cepeda Samudio, Alfredo Delgado y tu papá, cuando vimos aparecer un
alcaraván que se posó en la paredilla del patio. En la costa existe la
creencia de que esos pájaros dan la hora y sacan los ojos.
Inmediatamente se me vino a la cabeza escribir un relato con ese tema y
así nació mi cuento La noche de los alcaravanes, en el cual estos le
sacan los ojos a los personajes.
García Márquez era un hombre muy joven, un costeño típico, pero ya
poseía un indiscutible carisma personal. Cuando hablaba daba la
impresión de poseer cultura, perspicacia y experiencia vital. Su tono de
voz irradiaba una infinita seguridad en sí mismo y lograba que su
interlocutor sintiera por él no solamente afecto, sino un inmenso
respeto. Se había convertido en pocos meses en mi dios particular. A
mediados de 1960 Gabo viajó a Nueva York para dirigir allí la oficina de
Prensa Latina. Entretanto, yo hice la entrada formal en mi adolescencia
literaria, leyendo y escribiendo con un entusiasmo inusitado. Solo que
al finalizar el año reprobé el curso escolar con ocho materias perdidas.
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