Por: Daniel Parodi Revoredo
Cuando en 1978 el régimen de Francisco Morales Bermúdez convocó a
elecciones para la asamblea constituyente, por primera vez la
partidocracia peruana se organizó a la manera occidental. La derecha
estaba representada por el PPC; la centro-izquierda por el APRA y una
decena de pequeños partidos aglutinaba a la izquierda marxista. Estos
últimos se dividían de acuerdo con la ideología o los sectores a los que
buscaban representar. El FRENATRACA se autodenominaba campesino, el
FOCEP campesino, obrero y estudiantil; unos se definían leninistas,
otros trotskistas, pero ninguno concibió seriamente la necesidad de unir
esfuerzos alrededor de un programa común.
De hecho, la Izquierda Unida, que tuvo su mejor performance en 1985,
con Alfonso Barrantes a la cabeza, no pasó de ser una...
alianza electoral
cuyas fracturas internas eran más que evidentes. Así pues, el resultado
de la experiencia de la izquierda peruana setentera fue su inmediato
colapso tras la caída del muro y las presidenciales de 1990, a las que
concurrió dividida en dos frentes: Izquierda Unida e Izquierda
Socialista. En los ochenta fueron tan duras las pugnas ideológicas en su
interior que crear una mística partidaria que pudiese generar
adhesiones duraderas fue imposible. Por ello, cuando desapareció el
bloque socialista, la mayoría de los militantes de la balcanizada
izquierda peruana comprendió que la fiesta había terminado.
Entonces cada quien volvió a su reducto, determinado por el sustrato
sociocultural que la lucha política de las décadas anteriores apenas si
logró soslayar. De una parte, la izquierda limeña se asentó en sectores
específicos de la administración pública, tanto como en las ONG, desde
las cuales algunos continuaron su lucha ideológica. Por otro lado, la
izquierda provinciana –y discúlpeseme el simplismo operativo de mi
división- pareció despertar de la desideologización noventera recién en
la década milenio, a través de frentes regionales que se impulsaron al
amparo de la ley de regionalización toledista, la que ha permitido el
aumento de la autonomía local en la toma de decisiones.
La división que refiero impidió que arraigase en el Perú una cultura de
izquierda que pudiese sentar sus bases sólidamente y perdurar más allá
del cambio ideológico de 1990. Esta cultura de izquierda la he visto en
Chile y promueve una serie de valores como la solidaridad, el respeto a
los derechos humanos e incluso la música trova, que aquí no pasó de una
moda temporal pero que en Chile se amalgamó con su folclor popular.
Ciertamente, las realidades socioculturales de Perú y Chile no son las
mismas. El Perú de los setenta y ochenta fue el del desborde popular, de
la migración masiva y del terrorismo. Además, supuso el vertiginoso
cambio de las manifestaciones de lo popular, por lo que una cultura de
izquierda, como la antes descrita, tenía pocas posibilidades de
arraigar.
Para concluir, cabe preguntarse si hoy el Perú necesita de una
izquierda y qué tipo de izquierda es la que necesita. Ciertamente, la
utopía de la revolución proletaria es ya inviable. Más bien, la unión de
voluntades alrededor de un país consciente de los derechos humanos,
cuya población ejercite una ciudadanía plena y extendida, basada en el
respeto de la diversidad, debería tornarse en la inspiración para
elaborar un programa común. Junto a ello, la inclusión de los sectores
no occidentales de nuestra sociedad -inclusión entendida como legislar
en favor de la diferencia- es otro tópico imprescindible, tanto como su
defensa ante los abusos de poder en temas medio ambientales. Además,
pocos en Lima –izquierdistas o no- tienen plena conciencia de lo
imperativo que es emitir gestos de reconocimiento desde el Estado hacia
nuestras sociedades tradicionales andina y amazónica, secularmente
abusadas y olvidadas. Por ello, parece fundamental plantear políticas de
la reconciliación interna que las reivindiquen e integren.
Fuente: http://diario16.pe/noticia/15949-partidos-polaiticos-ii-muchas-izquierdas
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