En el Perú solo el 27% la considera necesaria comparado con el 38% de Chile. Solo el 31% de las empresas latinoamericanas cuenta dentro de su organización con un responsable o un departamento de innovación, según una encuesta desarrollada entre 316 directivos y empresarios de casi toda región realizada por la Asociación de Antiguos Alumnos de IE Business School. (El Comercio, 24/02/2011)
Una encuesta de la escuela de negocios del Instituto de Empresa (IE) revela que, pese a que el 91% de las empresas latinoamericanas opina que se debe innovar, solo el 31% de las mismas tiene un departamento de innovación. Es decir, las empresas no priorizan la innovación, pese a que la reconocen como muy importante. Esta aparente paradoja es sencilla de explicar: la innovación requiere la intervención del Estado (ver gráficos). Hay hasta dos fallas de mercado que restringen la innovación. Primero, quien innova no puede apropiar los beneficios asociados al resultado del proceso pero incurre en los costos -lo que hace a la innovación un bien (semi) público-. Segundo, no puede internalizar los beneficios de la innovación en la decisión de inversión en el proceso -lo que hace al resultado de la innovación una externalidad-.
En los países que tienen institucionalidad (más sólida), se ha resuelto gran parte del dilema aparente otorgando patentes y, quizás hasta más importante aún, velando porque se cumplan. Así, se otorga al innovador el derecho exclusivo a beneficiarse de la patente por un tiempo. En otras palabras, se le asegura que se apropiará, exclusivamente, de los beneficios de la innovación. América Latina adolece, en general, de los males de la debilidad institucional y la informalidad. Nuestro país, salvo Haití y los revolucionarios bolivarianos, está a la cola, inclusive cuando se la compara con otras economías en desarrollo. Tenemos el penoso privilegio, por ejemplo, de ser la quinta economía más informal del mundo tras Venezuela, Bolivia -socialistas del siglo XXI-, Zimbabwe -que tiene un dictador africano paradigmático- y Panamá -el paraíso financiero de nuestra región-. Tres quintas partes de la actividad económica en nuestro país son informales, según el Banco Mundial. Las patentes, entonces, no sirven de mucho en la región y menos en nuestro país. De hecho, casi no se patenta ante el Instituto de Defensa de la Competencia y la Propiedad Intelectual (INDECOPI).
Hace años, el Estado peruano optó por otro mecanismo de intervención más efectivo: el Fondo de Innovación, Ciencia y Tecnología (FINCyT) que concursa fondos públicos para que las empresas innoven. Los resultados preliminares han sido muy alentadores (ver cuadro). La debilidad institucional contraatacó, sin embargo. El Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología desarmó parte del equipo inicial de FINCYT, intentando recuperar el control de la política nacional de ciencia y tecnología, si existe tal cosa más allá de las formalistas leyes, decretos, visiones y misiones de la mayoría de políticos y burócratas. FINCYT, pese a ello, es un ejemplo a seguir.
FINCYT es un instrumento para promover la investigación aplicada. Nuestro país tiene que dedicar mucho mayores esfuerzos a la investigación dura. Salvo Bolivia, que increíblemente destina más a investigación y desarrollo relativamente al tamaño de su economía que nuestro Perú Peruviano. Nadie va a investigar para mejorar la fibra de los camélidos sudamericanos o sobre semillas mejoradas para el Altiplano, por ejemplo. Brasil tiene programas de investigación muy serios aplicados en la Amazonía. El Instituto de Investigación de la Amazonía Peruana (IIAP) tiene una agenda de investigación activa (ver cuadro), pero es una institución débil y tiene pocos recursos: la impresión que uno se lleva del IIAP depende de con quién hable. IIAP debería ser un centro de investigación de excelencia, estrechamente vinculado a sus pares en Brasil. El Estado peruano no está interviniendo, ni siquiera digamos efectivamente, para innovar a partir de nuestra megadiversidad en anfibios y aves, o nuestra biodiversidad en todo el resto. La forma en que se armó y desarmó un Instituto de Investigación Agraria (INIA) en el mismo gobierno no dejará de chocarnos. Uno de los candidatos presidenciales ha acotado la agenda pendiente en innovación a aquellos recursos naturales en los que tenemos una ventaja comparativa. Parece otra buena idea, que habría que evaluar con programas pilotos y evaluaciones independientes.
Cualquiera sea la opción que se quiera privilegiar, queda claro que se requieren instituciones independientes políticamente, con mucho mayores presupuestos, vínculos con otros centros de investigación nacionales y extranjeros, becas y mejores sueldos. Es obvio que seguir asignando parte del canon para que las universidades públicas -algunas de las cuales con las justas tienen profesores- sigan haciendo centros de cómputo que pintan y vuelven a pintar, no tiene sentido.
En los países que tienen institucionalidad (más sólida), se ha resuelto gran parte del dilema aparente otorgando patentes y, quizás hasta más importante aún, velando porque se cumplan. Así, se otorga al innovador el derecho exclusivo a beneficiarse de la patente por un tiempo. En otras palabras, se le asegura que se apropiará, exclusivamente, de los beneficios de la innovación. América Latina adolece, en general, de los males de la debilidad institucional y la informalidad. Nuestro país, salvo Haití y los revolucionarios bolivarianos, está a la cola, inclusive cuando se la compara con otras economías en desarrollo. Tenemos el penoso privilegio, por ejemplo, de ser la quinta economía más informal del mundo tras Venezuela, Bolivia -socialistas del siglo XXI-, Zimbabwe -que tiene un dictador africano paradigmático- y Panamá -el paraíso financiero de nuestra región-. Tres quintas partes de la actividad económica en nuestro país son informales, según el Banco Mundial. Las patentes, entonces, no sirven de mucho en la región y menos en nuestro país. De hecho, casi no se patenta ante el Instituto de Defensa de la Competencia y la Propiedad Intelectual (INDECOPI).
Hace años, el Estado peruano optó por otro mecanismo de intervención más efectivo: el Fondo de Innovación, Ciencia y Tecnología (FINCyT) que concursa fondos públicos para que las empresas innoven. Los resultados preliminares han sido muy alentadores (ver cuadro). La debilidad institucional contraatacó, sin embargo. El Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología desarmó parte del equipo inicial de FINCYT, intentando recuperar el control de la política nacional de ciencia y tecnología, si existe tal cosa más allá de las formalistas leyes, decretos, visiones y misiones de la mayoría de políticos y burócratas. FINCYT, pese a ello, es un ejemplo a seguir.
FINCYT es un instrumento para promover la investigación aplicada. Nuestro país tiene que dedicar mucho mayores esfuerzos a la investigación dura. Salvo Bolivia, que increíblemente destina más a investigación y desarrollo relativamente al tamaño de su economía que nuestro Perú Peruviano. Nadie va a investigar para mejorar la fibra de los camélidos sudamericanos o sobre semillas mejoradas para el Altiplano, por ejemplo. Brasil tiene programas de investigación muy serios aplicados en la Amazonía. El Instituto de Investigación de la Amazonía Peruana (IIAP) tiene una agenda de investigación activa (ver cuadro), pero es una institución débil y tiene pocos recursos: la impresión que uno se lleva del IIAP depende de con quién hable. IIAP debería ser un centro de investigación de excelencia, estrechamente vinculado a sus pares en Brasil. El Estado peruano no está interviniendo, ni siquiera digamos efectivamente, para innovar a partir de nuestra megadiversidad en anfibios y aves, o nuestra biodiversidad en todo el resto. La forma en que se armó y desarmó un Instituto de Investigación Agraria (INIA) en el mismo gobierno no dejará de chocarnos. Uno de los candidatos presidenciales ha acotado la agenda pendiente en innovación a aquellos recursos naturales en los que tenemos una ventaja comparativa. Parece otra buena idea, que habría que evaluar con programas pilotos y evaluaciones independientes.
Cualquiera sea la opción que se quiera privilegiar, queda claro que se requieren instituciones independientes políticamente, con mucho mayores presupuestos, vínculos con otros centros de investigación nacionales y extranjeros, becas y mejores sueldos. Es obvio que seguir asignando parte del canon para que las universidades públicas -algunas de las cuales con las justas tienen profesores- sigan haciendo centros de cómputo que pintan y vuelven a pintar, no tiene sentido.
Fuente: http://ipe.org.pe/?p=16009
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