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Las cosas que uno medita mucho o quiere que sean 'perfectas', generalmente nunca se empiezan a hacer...
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"Cada mañana, miles de personas reanudan la búsqueda inútil y desesperada de un trabajo. Son los excluidos, una categoría nueva que nos habla tanto de la explosión demográfica como de la incapacidad de esta economía para la que lo único que no cuenta es lo humano". (Ernesto Sábato, Antes del fin)
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miércoles, 18 de julio de 2012

Los perros siguen ladrando


Los perros siguen ladrando

Lima nos ha dado de todo y ha sido desde que la describió Salazar Bondy: La horrible, pero también bajo su cielo raso, que a veces parece un techo gris o la panza amable de una rata, puede ser exacta y ofrecernos paraísos fétidos, pero no menos increíbles o personajes que nunca tuvieron calma, leídos y releídos tantas veces como destruidos y para servirnos a nosotros, lectores.


“CUATRO -dijo el Jaguar. Los rostros se suavizaron en el resplandor vacilante que el globo de luz difundía por el recinto, a través de esas partículas limpias de vidrio: el peligro había desaparecido para...
todos, salvo para Porfirio Cava. Los dados estaban quietos, marcaban tres y uno, su blancura contrastaba con el suelo sucio. – Cuatro, repitió el Jaguar”.



En la línea 94
 Algo empieza a acariciarnos y es la suciedad en el pasamanos de un micro que aún conserva, en su vejez, esas décadas que ya no están y en las que se escribió no la historia, sino la ficción del Perú, acaso más importante que la primera para algunos cuantos, o algunos varios y entre los que me incluyo.


El esclavo estaba solo y bajaba las escaleras del comedor hacia el descampado, cuando dos tenazas cogieron sus brazos y una voz murmuró a su oído “venga con nosotros, perro”.


La línea 94 tiene una amplia flota de buses, entre ellos conservan algunos bastante viejos, semejantes a una legión de dinosaurios de latón que se arrastran y sobreviven en nuestra corrosiva Lima. Sale (o al revés) de San Juan de Lurigancho -entre los cementerios- ingresa por las avenidas Tacna, Bolivia, Tingo María -pasando por la plaza de la bandera-, Sucre, después por  el mercado de Magdalena y, finalmente, ya en la avenida  La Paz, dobla hacia una frontera que fue escrita o descrita hace cincuenta años. El último paradero de la 94, -ese micro azul y rojo, tan de Magdalena- es eternamente la parte trasera del colegio militar Leoncio Prado, en el Callao.


Sus conductores, cobradores y pasajeros de última parada –algunos de ellos, turistas de trazos imposibles- visitan a diario la delgada línea entre la ficción y la morada de los personajes que nos cambiaron la vida.


El mar, a través de las ventanas del micro -ya sin gente-, muestra una calle peligrosísima, pero en aparente calma. Lo que entra  por nuestras fosas nasales es brisa fétida acompañada del olor dulzón de los grandes basurales a las orillas que solo alcanzan los pordioseros que ahí viven, en los que se han instalado entre fumaderos de pasta y covachas inmundas como habitantes de una ficción que no es la suya. Son  migrantes de un muladar que fue ciudad  en el ojo y la piel de un escritor. Ellos creen que pertenecen ahí, pero no.


Los verdaderos fantasmas, entre tanto ladrillo destruido por la sal del mar, son los que siguen ladrando en cuatro patas, por hambre o por soledad, humillados, escupidos, vejados, tan callejeros ahora como lo fueron antes. Y cada cosa que dijo el Poeta, cada amenaza que lanzó el Jaguar, se escuchan a través de los ladridos de esos perros eternos que rodean mendigos y últimos paraderos.


Entre perros hambrientos
Este fin de mundo entre la brisa, la ficción y lo real, es el mejor lugar para terminar de hundir al Poeta, por traidor, por miraflorino pródigo, por olvidar a Teresita y al corazón del Jaguar en sus zapatos pintados de tiza blanca.


Es el mejor lugar para acompañar tristemente la que será la borrachera del Jaguar y el Flaco Higueras, entiéndase, que es el paraíso sucio que nos otorga Lima, -La Perla, Callao, para ser más exactos-  para terminar de leer La Ciudad y los perros, entre la niebla y descampados, como posibles víctimas de un ataque por sus actuales habitantes.


La Ciudad y los perros fue escrita hace cincuenta años por un muchacho que volcó sus experiencias como cadete en una de las novelas que inscriben al Perú dentro del boom de la narrativa latinoamericana. El Jaguar, el Poeta, “el Esclavo”, el serrano Cava, El Boa, el Rulos, Arróspide y el negro Vallano siguen desfilando y lo harán siempre, sin que nadie sobre la faz del mundo pueda detenerlos. No olvidemos que la  malpapeada, la perra del colegio, tendrá siempre la pata rota y la cola al viento, como señal del infierno tangible que nos describe Mario Vargas Llosa, para hablar del Leoncio Prado, donde los más débiles alumnos también fueron perros con dueño.


La novela, además de ser la primera de nuestro premio Nobel fue galardonada con el Premio Biblioteca Breve en 1962, y publicada en octubre de 1963, en plena ira franquista, donde posteriormente ganó el Premio de la Crítica Española. Primero se llamó  La morada del héroe y luego Los impostores, hasta que el crítico José Miguel Oviedo sugirió La ciudad y la niebla. Pronto derivaron en La ciudad y los perros.



En la última página

-Yo soy tu amigo- dijo el Jaguar-. Avísame si puedo ayudarte en algo.


-Si puedes, dijo el Flaco- págame estas copas. No tengo ningún cobre.


Es hora de irnos, de dejar la manipulación de nuestras viejas obsesiones, de jurar que no volveré a leer ese último capítulo en el lugar exacto, el paraíso fétido en el que  podemos escuchar lo que nos dieron los libros: esas historias y personajes que a veces parecen más importantes que cualquier cosa.


“Suba, señorita, ¿que no ve que por aquí hay mucho fumón? Este no es sitio para leer, ni para que esté una mujer. Hace como un mes, aquí mismo, arrojaron a un hombre quemado. Suba, por favor”.


Ya nuevamente como un pasajero de la 94, viendo por la ventana como si ese malecón o muladar  fuera un zoológico de animales o humanos sueltos, no puedo hacer más que soñar con la borrachera entre el flaco Higueras y el Jaguar, esa que no se escribió, pero que dejó la mayor de las resacas entre sus propias camisas sudadas y una ciudad que respira como lo hacen los perros, con ese ruido agudo entre sus narices húmedas.

Para ellos no desapareció Huatica


Acaso las luces bajas de los jirones rojos de La Victoria de los años cincuenta quedaron encendidas en algún lugar donde el erotismo y la atracción por esos mundos sucios los hicieron fascinantes.


Para los cadetes, Manco Capac  era un mañoso que señalaba la casa de las putas con su mano de hierro en plena plaza. Había que seguir la ruta de su brazo erecto para llegar a Huatica. Lo cierto es que en La ciudad y los perros, la narrativa prostibularia cae sobre la Pies dorados, pequeña y regordeta, la favorita de la cuarta cuadra y que barrió con todo el colegio. Así, el Poeta escribió novelitas, cartas de amor y vendió y revendió cigarros para tocarla, para obtener de ella la muerte lenta, llevarse su hedor y volver sobre sí mismo cuando tuviera que regresar al infierno, al colegio.


«En efecto -recuerda Vargas Llosa- tenía los pies pequeños, blancos y cuidados», declara el escritor para el libro El Cadete Vargas Llosa, de Sergio Videla.


Ir tras ella solo nos lleva a calles que ya no existen o que han cambiado de nombre para borrar a los que ahí vivieron y bailaron el mambo de nuestros abuelos, bisabuelos y también de esa  tía  abuela, que ya no es el secreto de familia que se guardó con más vergüenza.


En 1984 la actriz Lourdes Mindrau, bajo la dirección de Franciso Lombardi,   dio vida  a esta mujer cuando filmaron La ciudad y los perros. Sin embargo, la Pies dorados de Lombardi era muy distinta a la de Vargas Llosa: altísima, ondulada, blanca, cuerpona. “Tenía que hacerla más atractiva, en el cine las cosas son distintas”, comenta Lombardi.


Lo primero que vemos son sus sandalias doradas bajo la luz roja. Después la escena la muestra en una esquina del cuarto, mirándose en un espejo y lavándose. Al sentarse se quita las sandalias y nuevamente la reconocemos. Es la Pies dorados y mientras ella y el Poeta (Pablo Serra) permanecen en la cama, la voz de Julio Jaramillo como fondo canta Corazón no llores… te amo y te quiero… yo vivo con la pena de amarte ciegamente con loco frenesí… pero el destino dice que ya no puede ser…


“A mí me hablaron de ella en la misma Renovación (antes Huatica). Como actriz, fui a buscar a mi personaje. Claro que existió. Una señora  me dijo que tenía la costumbre de pintarse las uñas de los pies de dorado, que usaba sandalias doradas, que todo en ella era dorado y que imitaba a las europeas de la zona… Sí, porque había zonas de Huatica que se llenaron de europeas después de la segunda guerra mundial… italianas, rumanas, españolas…  Y, claro,  la Pies dorados era fina, finísima, pero que a la hora de cobrar se le salía  barrio y callejón, se le salía La Victoria en pleno La Victoria”, comenta Lourdes Mindrau, actriz y poeta.


Como sea, la Pies dorados de Huatica, la de Vargas Llosa o la de Lombardi, son una sola y gran historia en nuestra cultura prostibularia o lo que Jorge Vega ‘Veguita’, -el librero que más sabe de polillas y de literatura peruana- llamó el Servicio puteril obligatorio de los jovencitos. “La Pies dorados? No… pero en la cuadra cinco había una casa regentada por una ecuatoriana y ahí trabajaba una mujer de la que Vargas Llosa se enamoró, eso sí lo recuerdo, le decían La Mona”, agrega Veguita.


Y nuevamente Julio Jaramillo de fondo. El Poeta dice, siempre he querido venir, pero solo salgo los sábados. Ah, eres del colegio militar, responde la Pies dorados, antes de las caricias y de que la escena termine. Sí, los cadetes siguen marchando, y para ellos  siempre habrá Huatica.

Cecilia Podestà/cpodesta@diario16.com.pe

Fuente: http://diario16.pe/noticia/17600-los-perros-siguen-ladrando

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