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Las cosas que uno medita mucho o quiere que sean 'perfectas', generalmente nunca se empiezan a hacer...
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"Cada mañana, miles de personas reanudan la búsqueda inútil y desesperada de un trabajo. Son los excluidos, una categoría nueva que nos habla tanto de la explosión demográfica como de la incapacidad de esta economía para la que lo único que no cuenta es lo humano". (Ernesto Sábato, Antes del fin)
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lunes, 11 de marzo de 2013

Visitando los libros de Cortázar


A 50 años de la publicación de Rayuela, un recorrido sentimental por la biblioteca de Julio Cortázar.
La biblioteca de Julio Cortázar, compuesta por 3.894 ejemplares entre libros y revistas, fue donada por la albacea del escritor, Aurora Bernárdez, en 1993 a la Fundación Juan March, ubicada en el madrileño barrio de Salamanca. En la segunda planta, tras una puerta de madera con un cartel que dice Biblioteca de Música y Teatro dos personas parecen estar a punto de perforar las pantallas de sus computadoras con la mirada.
-¿Es aquí donde se pueden tocar y...
leer los libros que pertenecieron a Cortázar?
En la siguiente sala uno espera encontrar a Cortázar fumando y leyendo, uno espera entrar a esa casa de la rue Martel, (“alta y angosta como el propio Cortázar” según describió Mario Vargas Llosa), repleta de libros y objetos nostálgicos. Uno espera ver los tejados parisinos desde la ventana, detenerse frente a esa foto de Louis Armstrong tocando la trompeta, intuir a un cronopio merodeando o, simplemente, escuchar el ronroneo de su gato, Teodoro W. Adorno, en honor al filósofo alemán.
Pero, a primera vista, lo que uno encuentra es una sala amplia e impecable. Los libros están organizados alfabéticamente, en estanterías de metal bajo la luz de unos fluorescentes, a la temperatura exacta para que ninguna bacteria pueda herir sus páginas, para preservarlos del paso del tiempo y a la espera de que alguien, cualquiera que así lo desee, los redescubra.
UNA VIDA EN LIBROS
Abrir los libros que pertenecieron a Cortázar es encontrarse con él. A través de estos ejemplares se confirman sus grandes referentes (Dickens, Keats o Borges), se conoce a sus amigos (Alejandra Pizarnik, Octavio Paz o José Lezama Lima), se descubre qué libros tomó prestado y nunca devolvió a sus dueños (Poesía y literatura, de Cernuda, que perteneció a Vargas Llosa o Los muertos, las muertas y otras fantasmagorías, de Gómez de la Serna, propiedad de Alejandra Pizarnik). Y, sobre todo, se adivinan sus manías de lector: la mayoría de libros contiene frases subrayadas, párrafos comentados, anotaciones y correcciones. Cortázar era inclemente con las erratas, le generaban una gran irritación y, a pesar de resaltarlas con esa caligrafía menuda dibujada con delicadeza de cirujano y aparentemente inofensiva, sus comentarios eran feroces. “¿Por qué tantas erratas Lezama” se lee en la primera página de Paradiso. En Andamos huyendo Lola, de Elena Garro, quien fuera esposa de Octavio Paz hasta 1959, Cortázar escribe: “Abandono en la página 76. No hay derecho a escribir tan mal. Pero los dos primeros cuentos son bonitos”. Cuatro páginas antes de que devolviera el libro de Garro a su lugar en la estantería, el cuchillo: “Por qué redactaste tan mal este cuento Elenita?” Cortázar, además de crítico de la forma, cuestionaba el fondo tuteando a los autores, como si estuvieran sentados en la sala de su propia casa. “Estás loco!” le dice a Borges en el prólogo de Antología poética argentina cuando éste afirma que el mejor poeta contemporáneo argentino es Ezequiel Martínez Estrada. “No, hombre, por favor!” escribe en la página de Poesía y literatura donde Cernuda compara a Galdós con Cervantes. O “Craso error” le escribe a su admirado Neruda en Confieso que he vivido, cuando éste afirma que todos los escritores aspiran a obtener el Premio Nobel.
Otras veces saca a relucir su sentido del humor, como cuando le dibuja barba y gafas al personaje en el ataúd en la cubierta de Drácula, de Bram Stoker, de quien fue un fiel devoto, como quedó registrado en el cuento El hijo del vampiro y Fantomas contra los vampiros multinacionales, mezcla de novela y cómic.
Cortázar no era un coleccionista de primeras ediciones ni de libros raros. No era un fetichista. No da la sensación de que adquiriera libros que no tuviera pensado leer. No faltan las guías turísticas, los libros de arquitectura, de jazz –otra de sus grandes pasiones-, de fantasmas y vampiros, de arte (Schiele, uno de sus preferidos) e incluso algunas curiosidades como el I Ching o varias ediciones del Nuevo Testamento y estudios sobre los vedas y el budismo. También se notan algunas ausencias, quizás por falta de interés o simplemente porque algunos libros se fueron quedando por el camino, como es el caso de los rusos. En su biblioteca no habita otro ruso que no sea Dostoyevski, pero sí grandes poetas que marcaron su vida y obra, como Alexander, Lorca, Neruda, Vallejo (de quien subraya su “Poema para ser leído y cantado”), Verlaine, Ginsberg, Alberti, Pound y, por supuesto, Keats y Pizarnik.
De “Alejandrísima” Pizarnik se pueden leer las dedicatorias que hablan del proceso de descomposición emocional que la condujo al suicidio, a pesar de los ánimos que su amigo Julio le enviaba en cada una de sus cartas (“Sólo te acepto viva, sólo te quiero Alejandra”). Por ejemplo, en la primera página del Árbol de Diana puede leerse:
A mis queridos Aurora y Julio:
este pequeño Árbol de Diana prisionera
-esta promesa de portarme mejor a
partir de hoy -25 de febrero de 1963
y esta otra de hacer poemas más
puros y hermosos– si me esperan.
Y SOBRE TODO Y ANTE TODO
un inmenso y minucioso abrazo
(es decir:2)
de
Alejandra
Más dedicatorias cariñosas. En Dejemos hablar al viento: “Para Julio Cortázar que abrió un boquete respiratorio en la literatura, tan anciana la pobre. Con cariño no literario, Onetti”. En Los hijos de Limo Octavio Paz firma la frase: “A Julio, más cerca que lejos en un allá que es siempre aquí”. Y en La palabra edificante: “A Julio Cortázar, con la esperanza de verlo pronto, con la seguridad de leerlo siempre.
Octavio Paz”. La amistad no amilanó su espíritu crítico. En El arco y la lira, Cortázar increpa a su amigo mexicano: “Brillante, sí, y qué?, ¿dónde la salida, el tercer camino, la síntesis definitiva, el salto sintético?”
También hay libros que lo llevan a reflexionar sobre su propia vida. “¿Por qué no volví jamás a la casa de la infancia?”, anota en la última página de Seven gothic tales, de Isak Dinesen. También artículos históricos, que uno puede imprimir y llevarse a casa, como la crítica de Aurora Bernárdez a Los autonautas de la cosmopista, escrito por Cortázar y su siguiente mujer, Carol Dunlop, que lleva un título rotundo: “Un solemne fiasco”. También una reseña que escribió Borges (“No recuerdo su cara, la ceguera es cómplice del olvido”, dice) alabando la forma como en Cartas de mamá lo sobrenatural no se declara sino se insinúa, un artículo que Cortázar debió leer hasta memorizar.
Después de varios días conviviendo con sus libros, ¿se puede adivinar la personalidad del autor de Rayuela, sus ritos y manías, la vida intensa de ese escritor fantástico y realista a partes iguales? Sí. Hojear y ojear los libros que compró, que le regalaron, que leyó o que apenas tuvo tiempo de colocar en su biblioteca pero que, en cualquier caso, lo acompañaron hasta su muerte, el 12 de febrero de 1984, es colarse por una rendija de esa casa alta y angosta de la rue Martel.
 

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