Por La mula
“La alcaldesa de Lima soltó una carcajada al ver un chiste político en Internet. Era el retrato de un ex alcalde en un cartel. «Se lo voy mandar a Favre», me dijo Susana Villarán esa mañana de verano, mientras le escribía en su iPhone. Hacía días que en el palacio municipal nadie se reía así. Era una...
carcajada de alivio que mostraba todos los dientes superiores, como quien toma una bocanada de aire tras un buen tiempo bajo el agua. La noche anterior había tomado media pastilla de clonazepan para poder dormir. Esa mañana de febrero de 2013, como de costumbre, Susana Villarán había saltado de su cama a las cinco”, así empieza la crónica del periodista Diego Salazar, editor asociado de la revista Etiqueta Negra, que compartimos con ustedes.
Hay que repetir lo más o menos obvio: Susana Villarán no ha sido una buena alcaldesa. Tardó dos años en decirnos todos los días lo que había hecho. Tardó en reaccionar a los ataques diarios, los que, a fuerza de acumularse sobre ella, han vuelto aún más invisible su trabajo. Tardó en adaptarse a la psicología de cómo las masas valoran la pura honestidad versus las obras turbias. En una viñeta del dibujante político Heduardo un personaje resumía llevando al absurdo lo que por eso días se escuchaba en la calle:Lee la crónica completa aquí.
—Que robe pero haga obra.
—Pero si en sus dos primeros años ha hecho más que otros en sus dos primeros años.
—Pero no está robando.
Desde la cochera del Palacio Municipal, se tarda dos minutos en llegar hasta el despacho de la alcaldesa. Un día entramos por un ascensor que sube desde el garaje a su oficina. «Este es Victoriano —me dijo Villarán presentándome al responsable de un ascensor que no usa nadie más que ella—. Lleva treinta y nueve años aquí». Es un señor que pasa todo el día montado en un ascensor diminuto esperando que sólo ella suba. Villarán usa el ascensor menos de lo que a su equipo le gustaría. Prefiere entrar y salir de la alcaldía por la puerta principal. Su despacho tiene una atmósfera de palacio virreinal: los techos altos, las paredes pesadas cubiertas de madera color nogal, el parquet del mismo color. Es un escenario proclive a la intriga palaciega. Pero, a diferencia de otros despachos, la distancia entre él y la calle no permite el silencio. El ventanal de la alcaldesa se eleva un solo piso sobre el Jirón Junín, una de las vías principales del centro de Lima, que recorre el Jirón de la Unión, la Plaza Mayor, el Palacio de Gobierno, el Palacio Arzobispal y el Ministerio de Economía y Finanzas. Cuando hay tráfico, la alcaldesa escucha las bocinas desesperadas. Se oye como si los conductores y el ruido estuvieran atrapados dentro del salón. Si hay una protesta en la Plaza Mayor, los gritos suben hasta sus oídos. Es como un soundtrack de la democracia. «El ruido de la calle me recuerda que somos inquilinos precarios. Que estamos de paso en estos puestos», me dijo Villarán.
En su camino, la alcaldesa de Lima también se ha ganado otros enemigos sin vocación de inquilinos precarios: el alcalde de San Juan de Lurigancho, que cumple su segundo mandato al frente del distrito más populoso de la ciudad, y el dos veces ex presidente García, dos señores sospechosos que hicieron obras para el pueblo, y en quienes la sospecha es un eufemismo, un asunto pendiente entre abogados y jueces. Un político, además, no debería olvidar la mentalidad de quienes lo eligieron. «La conservadora Lima —escribió Alberto Vergara en la revista PODER— no eligió a Villarán por izquierdista, sino a pesar de su izquierdismo». En Lima, una ciudad donde tres cuartas partes de sus habitantes se oponen al matrimonio homosexual, la alcaldesa convirtió esa causa en una de sus banderas. En una ciudad donde el «Roba pero hace obra» es ley, donde la fama de los políticos se mide en kilómetros de asfalto y kilos de cemento, la alcaldesa repite como un mantra: «No todo puede ser cemento y fierro». En Lima, la primera capital de América Latina con un cardenal del Opus Dei, la alcaldesa promete la creación de una Zona Rosa para prostitutas. Eran iniciativas para despertar el aplauso entre sus simpatizantes más cosmopolitas, pero que jamás iban a convertirla en la alcaldesa más popular del barrio. «La alcaldesa entró por los palos —me dijo el periodista Pedro Salinas— y encima se lanzó con los temas idealistas que a ella le encantan, pero que no tienen que ver con lo que la gente espera de un alcalde». Villarán ha llamado la atención sobre asuntos ajenos a la mayor parte de los limeños y en los que un alcalde, como en el caso del matrimonio gay, casi nada puede hacer.
El idealismo político de Villarán se puede resumir en un detalle sobre su escritorio: un reloj que le obsequió José Mujica, el presidente de Uruguay. El reloj, una esfera dorada pegada en un trozo de piedra amatista de color púrpura, está detenido a las seis y dos minutos.
—Es el reloj del Pepe —dijo la alcaldesa.
—Pero no funciona— le recordé.
—Todo el mundo me lo dice —sonrió Villarán—. Pero es un símbolo.
En el extranjero se dice que Mujica es el presidente más honesto del mundo. Lo más cercano a un desvío de honestidad que se le conoce es que la cinta presidencial que usa se la había regalado un empresario que después sería acusado de corrupción. Pero, en su país, se le acusa de todo: de defender la marihuana, de gastar más de lo que recauda, de ir a encuentros internacionales mal vestido, de anunciar un plan y luego abandonarlo, de no defender la autonomía de Uruguay frente a Argentina, de haber sido guerrillero cuando su país no enfrentaba una dictadura, de usar malas palabras siendo el presidente. En política, la honestidad no alcanza. A Villarán también se le acusa de todo. Pero muy rara vez se ha puesto en duda su honestidad.
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