Por Arturo Corcuera
Mi amistad con Antonio Cisneros es anterior a la publicación de Destierro. Es decir, desde antes que naciera oficialmente poeta ya éramos amigos. Ha cumplido con generosidad más de cuarenta años. Me es difícil precisar cuando lo conocí, tengo como la vaga certidumbre de haberlo conocido siempre. Aparece su figura, alta y esmirriada, cada vez que evoco los tiempos dorados de los años 60. No hay un solo recuerdo en mi memoria del que no surja: Toño: en la Plaza Francia, en el Patio de Letras, con Emilio Choy en los chifas; en los cines clubes; en Punta Negra; en Platero, mi viejo Ford del 32; en el Juanito; con Doña Ana María, en mi casa de Manuel Gómez, y con Doña América en la suya del jirón Chiclayo; en la Casa de la Poesía, paraje barranquino de nuestra juventud romántica, donde se consumaron tantas aventuras y tantos amores.
Lo veo a Toño, como una espada en el aire, enfundado en...
su blue jean. Sólo a partir de él fue posible ver a un poeta en jeans. Ni los más recalcitrantes rebeldes del 50 se permitieron esta licencia de usar los pantalones vaqueros. Ni a Rose ni a Valcárcel ni a Romualdo ni a Bendezú se les vio lucir la prenda azul que más tarde conquistaría a artistas de cine, a reyes y vagabundos. Tampoco los narradores se atrevieron a ponerse los pantalones. Sólo Julio Ramón Ribeyro, montando bicicleta se dio ese aire informal y juvenil al final de su vida. Para Toño el jeans es su distintivo generacional como lo fue el bastón para César Calvo, el abrigo de invierno europeo para Reynaldo Naranjo y la gorrita Jorge Chávez, en los últimos años, para Marco Martos. El registra, en una nota sobre la generación del 60, la capa que yo usaba y que adquirí en Madrid en mis años universitarios .
En El Wantan, esa fonda ubicada en los portales de la Plaza Francia, fue donde Toño me mostró los originales de Destierro. Quedé sorprendido de su temprano talento poético, de su dirección por ir forjándose, desde un principio, una manera personal de decir las cosas; me entusiasmó su verso limpio y estricto, fluido y murmurante como los tumbos de la brisa del mar, virtudes que me hubiera gustado poseer a esa edad cuando irrumpí en la literatura.
Aunque Toño lo confiesa, no se deja entrever en su voz el modelo tan marcado de Alberti o de García Lorca, su lecturas de aquellos años moceriles, lo que demuestra que no se dejó devorar por esas dos grandes plantas carnívoras que lo seducían. “Crearse su propio idioma –me dijo alguna vez Toño- responde a un acto de antropofagia. Lees porque vas a comer, a deglutir lo que lees, y lo vas a asimilar. Pero si no lo sabes hacer, sencillamente sucede al revés: el carnívoro se convierte en manjar, termina devorado. La fruta deliciosa se hace bocado venenoso”. La cita albertiana, su leit motiv, nos advierte al comienzo su lectura de Marinero en tierra en esta su primera entrega.
Destierro significa su confinamiento en la ciudad, abandona la contemplación del mar, lejos de la libertad y del ocio; significa la atadura al colegio, a las obligaciones, a la disciplina familiar. Ser exiliado de la arena al asfalto, del sol del verano a la neblina limeña.
Después vendría David, páginas en las que ya empieza a perfilarse su personalidad, a definir una poesía narrativa que imprimiría un sello a su obra y que tiene su magisterio primigenio en la Biblia, fundando también de este modo la tribu de poetas bíblicos: Eduardo Chirinos con sus Canciones del Herrero del Arca, Antonio Cillóniz con salmos, los poema a Jonás y yo mismo con mi Noé delirante.
Por aquella época, en San Marcos, hacíamos un poco de ruido, congregando una gran audiencia en el Salón General de La Casona, un conocido grupo de poetas decididos a cambiar el mundo. Lo conformábamos fundamentalmente Mario Razetto, César Calvo, Reynaldo Naranjo y yo. Ocasionalmente también participaban Federico García y Pedro Morote que siguieron después otros caminos, el del cine y el de la novela.. Algo huraños, por el Patio de Letras, asomaban los rostros amicales de Rodolfo Hinostroza, Pedro Gory, Carlos Henderson, Carmen Luz Bejarano y con alguna intermitencia Ricardo Espinoza. Varios años más tarde se uniría al grupo Javier Heraud, a quien habíamos visto más de una vez en la primera fila de nuestros recitales. El nos confesaría más tarde que se escapaba de sus clases en La Católica para oírnos recitar.
Por nuestra parte, nosotros también empezamos a ir a La Pontificia, a encontrarnos principalmente con Javier, Toño, Lucho Hernández, Livio Gómez, Luis Enrique Tord, que crecían aceleradamente y con quienes ya teníamos una estrecha amistad, consolidada definitivamente, cuando nos confundimos los dos grupos en las borbollantes tertulias de la Casa de la Poesía. Las noches lunares junto al mar, con muchachas y poemas, no me dejarán mentir. La silueta de Marco Martos aún no aparecía en el horizonte con Casa Nuestra, casa que no ha derruido el tiempo, y ya iba asomando en La Católica Mirko Lauer que empezó a escribir desde muy niño y a quien siempre le ha interesado también los asuntos del arte y el análisis político. La presencia de Hildebrando Pérez en las aulas Sanmarquinas vendría años después con Aguardiente, libro de tono andino y alto grado de calorías.
Los poetas de San Marcos, como lo reclama Walt Whitman, no éramos esclavos de la belleza. Sacrificábamos, es cierto, nuestra poesía a favor de los ideales revolucionarios. Volanteábamos poemas, participábamos en peleas y mítines estudiantiles, alternábamos con los trabajadores, íbamos a los sindicatos, cantábamos alborozados a la Revolución Cubana. Creíamos en el panfleto, en la poesía de cartel, en el mensaje directo del poema mural, influidos tal vez por Maiakowsky. Ya habría tiempos mejores para dedicarnos a nuestra obra. Soñábamos con incorporar la poesía a la canción y sacarla a la calle. Naranjo y Calvo lo intentaron editando un disco con Carlos Hayre; pegábamos en las paredes afiches con poemas. Por otra parte, nos sentíamos sacudidos por el poema manifiesto A otra cosa de Alejandro Romualdo y la sonoridad sublevante del Canto coral a Túpac Amaru; los debate, las polémicas, la revista Tareas. Téngase en cuenta la atmósfera política que se vivía en aquellos años, la fascinación de las guerrillas, la gravitación que ejercieron los poetas recién retornados del destierro, perseguidos, encarcelados y despatriados por la dictadura de Odría, además de los ecos todavía frescos de la guerra civil española que no cesaban. Estaba terminantemente prohibido viajar a los países socialistas, así lo advertía un sello en los pasaportes. Recordemos que, hasta mediados del 60, el filme Morir en Madrid se tuvo que proyectar clandestinamente en Lima, lo mismo que El Acorazado Potemkin. Sumergidos en ese clima escribíamos. “¿Iba a ser la poesía/ una solitaria columna de rocío?”, nos preguntaba imprecándonos Manuel Scorza.
Los poetas de La Católica eran más concentrados en sus estudios, más medidos, más académicos, mejor formados, (no en vano tenían como maestro y guía a Luis Jaime Cisneros). Sabían otros idiomas, estaban preocupados por el cuidado del lenguaje, la política no les interesaba hasta nuevo aviso. Y efectivamente, tocados después por la realidad latinoamericana, los poetas asumirían una posición contestataria y progresista, lo que dio lugar a algunas expulsiones del claustro. La inmolación de Javier en Puerto Maldonado no deja ninguna duda.
Fueron muy provechosos los lazos de una vida común, de un acercamiento casi diario que fue alimentándonos recíprocamente. Ellos tenían como lecturas inmediatas – lo reconoce Toño- a Martín Adán, Wesphalen, Eielson, Sologuren; nosotros a Romualdo, Rose, Valcárcel, Manuel Scorza. A Washington Delgado lo compartíamos mita y mita para vivir mañana; Vallejo y Neruda eran nuestros padres tutelares; ellos tenían a Eguren y a César Moro como suyos. Nosotros estábamos más cerca de los clásicos españoles y de la generación del 27, mientras ellos empezaban a mirar el entorno con los ojos de la poesía anglosajona. De los poetas de lengua extranjera sus favoritos eran Eliot, Lowel, Ginsberg; los nuestros eran Eluard, Brecht, Nazin Hitmet. No vaya a pensarse que, en cada caso, no conociéramos y leyéramos a los poetas de la otra orilla, que aunque los apreciáramos, en ese momento, no constituían nuestro paradigma poético. Nos inclinábamos por la” poesía del pómulo morado”, para decirlo con voz de Vallejo. Leíamos también poesía, china, poesía japonesa, rusa, francesa, italiana, persa, brasilera. Manuel Bandeira concitaba nuestra atención, y nuestra lectura era desordenada y variopinta. Con Tato Escajadillo conocimos a Bandeira en Río.
La crítica, desconociendo el dato histórico, ha señalado y demarcado a su capricho los linderos y los nombres más destacados de la Generación del 60, excluyéndonos de la gloria a los sanmarquinos en un afán por marcar hitos y aparecer originales y descubridores. Hasta el agudo Julio Ortega en sus recuentos literarios nos ignora olímpicamente, actitud explicable en un comienzo porque nuestra incipiente fama no llegaba quizás hasta Chimbote. A partir de entonces varios comentaristas han querido tener su Generación del 60. Algunos apelan a la referencia cronológica; otros señalan que tal o cual libro determina la generación; no faltan los que se aferran a las influencias; y hay hasta quienes sostienen que recién en el año 65 se dan las características esenciales de generación; criterio con el que dejan fuera a varios exponentes. “Allá ellos, allá ellos, allá ellos”, escribía Vallejo. A mí que me registren. Yo siempre he dicho que nací a la poesía por generación espontánea.
No se puede dejar también de consignar otros nombres: Manuel Pantigoso, Germán Carnero Roqué, Winston Orrillo, voces que incursionaron primero en el teatro, el periodismo, la crítica, y que han sido recogidas finalmente en el libro de Oscar Araujo Como una espada en el aire, volumen que reúne material valioso – comentarios, poemas, testimonios, fotografías- y que como toda antología mortal es natural que tenga virtudes y deslices.
En los últimos 40 años, Toño no sólo ha creado una hermosa y anchurosa obra poética, reunida espléndidamente sino que ha dejado también huella de su talento en el periodismo, la radio, la televisión, la labor docente, clases magistrales y conferencias que da aquí y fuera del país. Yo puedo dar fe de la acogida que tiene en el exterior y del entusiasmo que inspira su presencia. Cuando se viaja con él diría que se sufre, pero se goza. Su chispeante humor acorta las distancias. Me ocurre con él lo que me sucedía cuando viajaba con Calvo o con Scorza: todo el recorrido era una fiesta . En Roma perdimos el avión no sé si por culpa de Toño o culpa mía; en New York no conocí las torres gemelas porque nos pasamos buscando un restaurante árabe que él había frecuentado cuando vivió una temporada en la ciudad de los rascacielos; en Sofia, la capital búlgara, nos robamos los aplausos al leer al alimón un discurso en un Congreso Mundial de Poetas, nuestros nombres están grabados en una enorme campana que adorna el parque principal de la ciudad .En uno de esos tantos viajes a Chile, el diario El Mercurio, después de echarnos flores, nos calificó de poeta parsimonioso y poeta histrónico. Yo en descargo le dije a Toño que cualquier ser normal a su lado resulta parsimonioso, pero él terminó convenciéndome de que es al revés: cualquier poeta al lado de un parsimonioso aparece histriónico. Quiero evocar especialmente nuestra estancia en París, en casa de ese noble y buen amigo que fue y que ya no estará nunca más entre nosotros: Roberto Armijo, excelente poeta salvadoreño, profesor de la Sorbone que además de invitarnos a ser sus huéspedes, después nos envío de regalo a Lima dos poemas de homenaje. Transcribiré el dedicado a Toño, para que Roberto donde quiera que esté, en la tierra o en el aire, se sienta feliz de acompañarnos en esta evocación nostalgiosa:
A Toño Cisneros/ hablo de Toño/ De Toño a secas/ El Oso Hormiguero/ Y otros animalitos/ Como la ballena/ El gorgojo/ La araña viuda/
Hablo del Lazarillo de Garcilaso/ El que tradujo un poema sobre el mar/ Que dice el mar tiene testículos de oro/ Cuando Toño dice Agua que no has de beber/ y otros cantos/ miente/ Lo conozco/ En voz baja murmura/ En mi jardín/ Corren fuentes de melodiosos cristales/ Si yo pudiera esta noche ir a Lima/ A cabalgar una llama/ Frente a su puerta/ Resaría una oración/ Al santo niño Jesús de Chilca.
Arturo Corcuera
-.-.-.-.-.
Notas relacionadas
Falleció Antonio Cisneros. Reacciones en Twitter por la muerte de Antonio Cisneros. La última entrevista que dio el querido “oso hormiguero” a El Comercio. Vida y obra del poeta peruano. Jorge Eslava: “Nos unió el ciclismo, salíamos a montar bicicleta por Miraflores”. Breve crónica de una noche en Santiago en la que el poeta Cisneros recitó unos boleros maroqueros. Antonio Cisneros: una vida en imágenes.
Fuente: http://lamula.pe/2012/10/06/antonio-cisneros-y-los-indomitos-del-60/vicionario
Mi amistad con Antonio Cisneros es anterior a la publicación de Destierro. Es decir, desde antes que naciera oficialmente poeta ya éramos amigos. Ha cumplido con generosidad más de cuarenta años. Me es difícil precisar cuando lo conocí, tengo como la vaga certidumbre de haberlo conocido siempre. Aparece su figura, alta y esmirriada, cada vez que evoco los tiempos dorados de los años 60. No hay un solo recuerdo en mi memoria del que no surja: Toño: en la Plaza Francia, en el Patio de Letras, con Emilio Choy en los chifas; en los cines clubes; en Punta Negra; en Platero, mi viejo Ford del 32; en el Juanito; con Doña Ana María, en mi casa de Manuel Gómez, y con Doña América en la suya del jirón Chiclayo; en la Casa de la Poesía, paraje barranquino de nuestra juventud romántica, donde se consumaron tantas aventuras y tantos amores.
Lo veo a Toño, como una espada en el aire, enfundado en...
su blue jean. Sólo a partir de él fue posible ver a un poeta en jeans. Ni los más recalcitrantes rebeldes del 50 se permitieron esta licencia de usar los pantalones vaqueros. Ni a Rose ni a Valcárcel ni a Romualdo ni a Bendezú se les vio lucir la prenda azul que más tarde conquistaría a artistas de cine, a reyes y vagabundos. Tampoco los narradores se atrevieron a ponerse los pantalones. Sólo Julio Ramón Ribeyro, montando bicicleta se dio ese aire informal y juvenil al final de su vida. Para Toño el jeans es su distintivo generacional como lo fue el bastón para César Calvo, el abrigo de invierno europeo para Reynaldo Naranjo y la gorrita Jorge Chávez, en los últimos años, para Marco Martos. El registra, en una nota sobre la generación del 60, la capa que yo usaba y que adquirí en Madrid en mis años universitarios .
En El Wantan, esa fonda ubicada en los portales de la Plaza Francia, fue donde Toño me mostró los originales de Destierro. Quedé sorprendido de su temprano talento poético, de su dirección por ir forjándose, desde un principio, una manera personal de decir las cosas; me entusiasmó su verso limpio y estricto, fluido y murmurante como los tumbos de la brisa del mar, virtudes que me hubiera gustado poseer a esa edad cuando irrumpí en la literatura.
Aunque Toño lo confiesa, no se deja entrever en su voz el modelo tan marcado de Alberti o de García Lorca, su lecturas de aquellos años moceriles, lo que demuestra que no se dejó devorar por esas dos grandes plantas carnívoras que lo seducían. “Crearse su propio idioma –me dijo alguna vez Toño- responde a un acto de antropofagia. Lees porque vas a comer, a deglutir lo que lees, y lo vas a asimilar. Pero si no lo sabes hacer, sencillamente sucede al revés: el carnívoro se convierte en manjar, termina devorado. La fruta deliciosa se hace bocado venenoso”. La cita albertiana, su leit motiv, nos advierte al comienzo su lectura de Marinero en tierra en esta su primera entrega.
Destierro significa su confinamiento en la ciudad, abandona la contemplación del mar, lejos de la libertad y del ocio; significa la atadura al colegio, a las obligaciones, a la disciplina familiar. Ser exiliado de la arena al asfalto, del sol del verano a la neblina limeña.
Después vendría David, páginas en las que ya empieza a perfilarse su personalidad, a definir una poesía narrativa que imprimiría un sello a su obra y que tiene su magisterio primigenio en la Biblia, fundando también de este modo la tribu de poetas bíblicos: Eduardo Chirinos con sus Canciones del Herrero del Arca, Antonio Cillóniz con salmos, los poema a Jonás y yo mismo con mi Noé delirante.
Por aquella época, en San Marcos, hacíamos un poco de ruido, congregando una gran audiencia en el Salón General de La Casona, un conocido grupo de poetas decididos a cambiar el mundo. Lo conformábamos fundamentalmente Mario Razetto, César Calvo, Reynaldo Naranjo y yo. Ocasionalmente también participaban Federico García y Pedro Morote que siguieron después otros caminos, el del cine y el de la novela.. Algo huraños, por el Patio de Letras, asomaban los rostros amicales de Rodolfo Hinostroza, Pedro Gory, Carlos Henderson, Carmen Luz Bejarano y con alguna intermitencia Ricardo Espinoza. Varios años más tarde se uniría al grupo Javier Heraud, a quien habíamos visto más de una vez en la primera fila de nuestros recitales. El nos confesaría más tarde que se escapaba de sus clases en La Católica para oírnos recitar.
Por nuestra parte, nosotros también empezamos a ir a La Pontificia, a encontrarnos principalmente con Javier, Toño, Lucho Hernández, Livio Gómez, Luis Enrique Tord, que crecían aceleradamente y con quienes ya teníamos una estrecha amistad, consolidada definitivamente, cuando nos confundimos los dos grupos en las borbollantes tertulias de la Casa de la Poesía. Las noches lunares junto al mar, con muchachas y poemas, no me dejarán mentir. La silueta de Marco Martos aún no aparecía en el horizonte con Casa Nuestra, casa que no ha derruido el tiempo, y ya iba asomando en La Católica Mirko Lauer que empezó a escribir desde muy niño y a quien siempre le ha interesado también los asuntos del arte y el análisis político. La presencia de Hildebrando Pérez en las aulas Sanmarquinas vendría años después con Aguardiente, libro de tono andino y alto grado de calorías.
Los poetas de San Marcos, como lo reclama Walt Whitman, no éramos esclavos de la belleza. Sacrificábamos, es cierto, nuestra poesía a favor de los ideales revolucionarios. Volanteábamos poemas, participábamos en peleas y mítines estudiantiles, alternábamos con los trabajadores, íbamos a los sindicatos, cantábamos alborozados a la Revolución Cubana. Creíamos en el panfleto, en la poesía de cartel, en el mensaje directo del poema mural, influidos tal vez por Maiakowsky. Ya habría tiempos mejores para dedicarnos a nuestra obra. Soñábamos con incorporar la poesía a la canción y sacarla a la calle. Naranjo y Calvo lo intentaron editando un disco con Carlos Hayre; pegábamos en las paredes afiches con poemas. Por otra parte, nos sentíamos sacudidos por el poema manifiesto A otra cosa de Alejandro Romualdo y la sonoridad sublevante del Canto coral a Túpac Amaru; los debate, las polémicas, la revista Tareas. Téngase en cuenta la atmósfera política que se vivía en aquellos años, la fascinación de las guerrillas, la gravitación que ejercieron los poetas recién retornados del destierro, perseguidos, encarcelados y despatriados por la dictadura de Odría, además de los ecos todavía frescos de la guerra civil española que no cesaban. Estaba terminantemente prohibido viajar a los países socialistas, así lo advertía un sello en los pasaportes. Recordemos que, hasta mediados del 60, el filme Morir en Madrid se tuvo que proyectar clandestinamente en Lima, lo mismo que El Acorazado Potemkin. Sumergidos en ese clima escribíamos. “¿Iba a ser la poesía/ una solitaria columna de rocío?”, nos preguntaba imprecándonos Manuel Scorza.
Los poetas de La Católica eran más concentrados en sus estudios, más medidos, más académicos, mejor formados, (no en vano tenían como maestro y guía a Luis Jaime Cisneros). Sabían otros idiomas, estaban preocupados por el cuidado del lenguaje, la política no les interesaba hasta nuevo aviso. Y efectivamente, tocados después por la realidad latinoamericana, los poetas asumirían una posición contestataria y progresista, lo que dio lugar a algunas expulsiones del claustro. La inmolación de Javier en Puerto Maldonado no deja ninguna duda.
Fueron muy provechosos los lazos de una vida común, de un acercamiento casi diario que fue alimentándonos recíprocamente. Ellos tenían como lecturas inmediatas – lo reconoce Toño- a Martín Adán, Wesphalen, Eielson, Sologuren; nosotros a Romualdo, Rose, Valcárcel, Manuel Scorza. A Washington Delgado lo compartíamos mita y mita para vivir mañana; Vallejo y Neruda eran nuestros padres tutelares; ellos tenían a Eguren y a César Moro como suyos. Nosotros estábamos más cerca de los clásicos españoles y de la generación del 27, mientras ellos empezaban a mirar el entorno con los ojos de la poesía anglosajona. De los poetas de lengua extranjera sus favoritos eran Eliot, Lowel, Ginsberg; los nuestros eran Eluard, Brecht, Nazin Hitmet. No vaya a pensarse que, en cada caso, no conociéramos y leyéramos a los poetas de la otra orilla, que aunque los apreciáramos, en ese momento, no constituían nuestro paradigma poético. Nos inclinábamos por la” poesía del pómulo morado”, para decirlo con voz de Vallejo. Leíamos también poesía, china, poesía japonesa, rusa, francesa, italiana, persa, brasilera. Manuel Bandeira concitaba nuestra atención, y nuestra lectura era desordenada y variopinta. Con Tato Escajadillo conocimos a Bandeira en Río.
La crítica, desconociendo el dato histórico, ha señalado y demarcado a su capricho los linderos y los nombres más destacados de la Generación del 60, excluyéndonos de la gloria a los sanmarquinos en un afán por marcar hitos y aparecer originales y descubridores. Hasta el agudo Julio Ortega en sus recuentos literarios nos ignora olímpicamente, actitud explicable en un comienzo porque nuestra incipiente fama no llegaba quizás hasta Chimbote. A partir de entonces varios comentaristas han querido tener su Generación del 60. Algunos apelan a la referencia cronológica; otros señalan que tal o cual libro determina la generación; no faltan los que se aferran a las influencias; y hay hasta quienes sostienen que recién en el año 65 se dan las características esenciales de generación; criterio con el que dejan fuera a varios exponentes. “Allá ellos, allá ellos, allá ellos”, escribía Vallejo. A mí que me registren. Yo siempre he dicho que nací a la poesía por generación espontánea.
No se puede dejar también de consignar otros nombres: Manuel Pantigoso, Germán Carnero Roqué, Winston Orrillo, voces que incursionaron primero en el teatro, el periodismo, la crítica, y que han sido recogidas finalmente en el libro de Oscar Araujo Como una espada en el aire, volumen que reúne material valioso – comentarios, poemas, testimonios, fotografías- y que como toda antología mortal es natural que tenga virtudes y deslices.
En los últimos 40 años, Toño no sólo ha creado una hermosa y anchurosa obra poética, reunida espléndidamente sino que ha dejado también huella de su talento en el periodismo, la radio, la televisión, la labor docente, clases magistrales y conferencias que da aquí y fuera del país. Yo puedo dar fe de la acogida que tiene en el exterior y del entusiasmo que inspira su presencia. Cuando se viaja con él diría que se sufre, pero se goza. Su chispeante humor acorta las distancias. Me ocurre con él lo que me sucedía cuando viajaba con Calvo o con Scorza: todo el recorrido era una fiesta . En Roma perdimos el avión no sé si por culpa de Toño o culpa mía; en New York no conocí las torres gemelas porque nos pasamos buscando un restaurante árabe que él había frecuentado cuando vivió una temporada en la ciudad de los rascacielos; en Sofia, la capital búlgara, nos robamos los aplausos al leer al alimón un discurso en un Congreso Mundial de Poetas, nuestros nombres están grabados en una enorme campana que adorna el parque principal de la ciudad .En uno de esos tantos viajes a Chile, el diario El Mercurio, después de echarnos flores, nos calificó de poeta parsimonioso y poeta histrónico. Yo en descargo le dije a Toño que cualquier ser normal a su lado resulta parsimonioso, pero él terminó convenciéndome de que es al revés: cualquier poeta al lado de un parsimonioso aparece histriónico. Quiero evocar especialmente nuestra estancia en París, en casa de ese noble y buen amigo que fue y que ya no estará nunca más entre nosotros: Roberto Armijo, excelente poeta salvadoreño, profesor de la Sorbone que además de invitarnos a ser sus huéspedes, después nos envío de regalo a Lima dos poemas de homenaje. Transcribiré el dedicado a Toño, para que Roberto donde quiera que esté, en la tierra o en el aire, se sienta feliz de acompañarnos en esta evocación nostalgiosa:
A Toño Cisneros/ hablo de Toño/ De Toño a secas/ El Oso Hormiguero/ Y otros animalitos/ Como la ballena/ El gorgojo/ La araña viuda/
Hablo del Lazarillo de Garcilaso/ El que tradujo un poema sobre el mar/ Que dice el mar tiene testículos de oro/ Cuando Toño dice Agua que no has de beber/ y otros cantos/ miente/ Lo conozco/ En voz baja murmura/ En mi jardín/ Corren fuentes de melodiosos cristales/ Si yo pudiera esta noche ir a Lima/ A cabalgar una llama/ Frente a su puerta/ Resaría una oración/ Al santo niño Jesús de Chilca.
Arturo Corcuera
-.-.-.-.-.
Notas relacionadas
Falleció Antonio Cisneros. Reacciones en Twitter por la muerte de Antonio Cisneros. La última entrevista que dio el querido “oso hormiguero” a El Comercio. Vida y obra del poeta peruano. Jorge Eslava: “Nos unió el ciclismo, salíamos a montar bicicleta por Miraflores”. Breve crónica de una noche en Santiago en la que el poeta Cisneros recitó unos boleros maroqueros. Antonio Cisneros: una vida en imágenes.
Fuente: http://lamula.pe/2012/10/06/antonio-cisneros-y-los-indomitos-del-60/vicionario
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