Te escribo a sabiendas de que nunca recibirás mi carta. En ello también radica la experiencia de vivir. En el hecho irremediable de que hay gente a la cual jamás llegaremos a tocar, con los ojos siquiera, aun cuando hacerlo nos regalaría una satisfacción enorme. Paradójicamente, hay gente que desagrada conocer, si bien permanece al alcance precario de nuestra mirada a lo largo de los años.
Malala, me disculpo. Por intentar dirigirme a ti sin regodeos, en señal
de respeto a la madurez moral de tus catorce años, erróneamente definí
el alcance de la mirada como precario. Rectifico y añado que...
en el
mirar, como en el ver, siempre hay lección y aprendizaje. Pues tanto el
uno como el otro llevan a transitar por el conocimiento y acercarse a la
sabiduría.
Tú sabes más que yo de lo acabado de escribir. Por aspirar a hacer
tuyos los sueños, las ideas y los universos que construyen los libros,
por empeñarte en mirar y ver las letras y las palabras, e insistir en
adentrar las construcciones hechas de letras y palabras fue que te
sembraron una bala en la cabeza.
Lo hicieron canallamente en el nombre de un dios. Como si el nombre del
tal dios pudiera escudar la abominable cobardía o responsabilizarse por
ella. Malala, buena amiga, ojalá algún día podamos coincidir en la
afirmación temeraria que hago seguido: si los dioses nos esclavizan,
¿por qué habríamos de adorarlos?
Como te dije al principio, aun sabiendo que nunca recibirás esta, me
siento a escribirla, de puño y letra. Obliga su escritura la necesidad
de expresar la vergüenza en que me sume el atropello salvaje a tu
persona. ¡Tienes catorce años, Malala, y ya incomoda a la bestia de
turno el natural deseo que tienes de leer, aprender, conocer, saber!
¡Tienes catorce años, Malala, y ya te reprimen y castigan porque, ahora
mismo, en ti todo es comienzo y búsqueda, descubrimiento y esperanza!
También me obliga a escribirte la vergüenza transformada en rabia
cuando supe del despliegue reincidente de los evangelios que no consigo
en librería alguna, los Evangelios del Odio. Llámese como se llame,
Cristo Redentor, Jehová, el Padre Eterno, Alá, Buda, Zeus, Júpiter,
Changó, Wakatanka, Huiracocha, si al corazón del dios no lo nutren la
tolerancia y la piedad, entonces ese corazón divino necesita un tune-up
radical.
Una confidencia te hago, a riesgo de que descubras mi carencia absoluta
de refinamiento intelectual. Refinamiento que, por otro lado, permite a
individuos de esencia decente y respetuosa examinar la barbarie como
flexión de la cultura.
Y es la confidencia que yo el silvestre, yo el nada “politically
correct”, yo el también decente y respetuoso, me niego a examinar la
barbarie como flexión cultural. Apostar a asesinarte, por motivo del
“espantoso” crimen en que incurrías cuando, oh, catorceañera
occidentalizada, sugerías que las niñas de tu valle paquistaní
aprendieran a leer, no pasa de asco y barbarie. Un asco y una barbarie
que quebranta y pone en jaque la cultura y la religión.
Desde luego, a lo mejor ni Cristo Redentor, Jehová, el Todopoderoso,
Alá, Buda, Zeus, Júpiter, Changó, Wakatanka, Huiracocha, como tampoco
ninguno de los otros miles de dioses que nos habitan, se enteran del
desmadre organizado por algunos de sus “representantes” en la tierra.
Por eso, Malala, criatura imposible de olvidar, rechazo a quienes,
armados de ceguera espiritual, intentan arbitrar mis relaciones con el
Todopoderoso (mi madre favorecía el uso de dicha palabra). Unas
relaciones que, a fuerza de difícil transigencia, hemos acoplado a
nuestros gustos encontrados y nuestras versiones diferentes de la
existencia. Incluso hemos conseguido acoplar la extraña armonía
formulada por su hermosa invisibilidad y mi fea visibilidad. En tanto
que pareja, el Todopoderoso y yo hemos sorteado duras tempestades. De
las mismas hemos salido afirmados, él en el esplendor de su majestad, yo
en mi grano de fe. Tampoco es pellizco de ñoco hallar la consistencia
de la elasticidad.
Perdona, Malala, tantas indiscreciones. A lo mejor me anima a hacerlas
la certidumbre de que nunca recibirás la carta donde van contenidas. ¿No
aviene a contradicción escribirle a quien no nos leerá? Vamos a
fulminar los dogmas, Malala, para empezar ese.
Ahora procedo a despedirme. En ocasión de decir adiós, por estos lares
míos aconsejamos las buenas vibraciones, los pensamientos positivos, la
sopa de gandules para el alma, entre otras candorosas recetas
metafísicas. Por tus lares se aconsejarán otras recetas metafísicas que
serán parecidas en el candor. A fin de cuentas, uno es el universo.
P.D. Cuídate, Malala. La bestia de la intolerancia escupe odio. La
bestia de la intolerancia no perdona. Toda mujer, con los sesos en su
sitio, multiplica la intolerancia de la bestia.
Luis Rafael Sánchez
ElNuevoDía.com
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