RIGOBERTO LANZ| Desde hace ya mucho hemos planteado el asunto crucial de una pérdida de sentido del ámbito universitario como espacio de creación de saberes. En su lugar se ha impuesto imperceptiblemente la idea de una universidad consagrada casi exclusivamente a la docencia, es decir, a transferir habilidades y destrezas sobre campos profesionales. Esto último, para colmo, tampoco es que se haga con mucho brillo.
Todo parece indicar que allí también el monopolio de la acreditación profesional está condenado a mediano plazo (cada vez hay más agencias de formación, mecanismos de acceso al conocimiento y maneras de aprender para el trabajo que no pasarán por estas vetustas instituciones).
El texto de la Ley de Educación Universitaria está montado sobre una idea de universidad bastante anacrónica: enseñar profesiones. Ese lugar común está instalado en la izquierda y en la derecha.Funciona como imagen de lo que obviamente se hace en las universidades: dar clases. Hace rato que se perdió el rastro del espacio académico como lugar de creación de conocimiento, como ámbito de aquilatamiento de la conciencia crítica, como ágora de una cultura democrática siempre en discusión, como un inmenso laboratorio de experimentación intelectual donde lo que cuenta es la capacidad para inventar.
Todo este ideario se fue arrinconando con el tiempo hasta llegar a este tremedal en el que el reparto disciplinario es lo que cuenta. Las alusiones retóricas a la “investigación” y a la “extensión” funcionan como cobertura discursiva de una realidad que va por otro lado.
Desafortunadamente, la ley está impregnada de esta imagen. Toda la apelación al acceso y a la democratización está montada en el supuesto de esa universidad que recibe a todos para obtener un título.
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