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Las cosas que uno medita mucho o quiere que sean 'perfectas', generalmente nunca se empiezan a hacer...
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"Cada mañana, miles de personas reanudan la búsqueda inútil y desesperada de un trabajo. Son los excluidos, una categoría nueva que nos habla tanto de la explosión demográfica como de la incapacidad de esta economía para la que lo único que no cuenta es lo humano". (Ernesto Sábato, Antes del fin)
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sábado, 9 de julio de 2011

Encuentro con Facundo Cabral: soledades y proezas del trovador

Asesinato de Facundo Cabral
El argentino tocó en Lima y Arequipa en julio de 2007. A continuación, el recuerdo de una entrevista en el hotel Sheraton, a su llegada
(Archivo de El Comercio)


HANS HUERTO AMADO @huertoamado
Redacción Online
Hace casi cuatro años me tocó conocerlo. No solo me “tocó” cumplir con la comisión; creo que a cualquiera le toca alguna fibra sensible conocer el incombustible deseo de una persona por batallar con la vida para permanecer en ella, aún bajo la imagen cansada y dramática de un alto argentino, escudado tras unos grandes lentes ahumados en la noche y acompañado por un bastón que no lograba ayudarlo para caminar.
Cabral tenía una respuesta para todo. La aldea global y el mundo sin fronteras fueron parte de su cosmovisión décadas antes de que la idea llegara a la escena académica y sin Internet de por medio. Quizá se trataba de que nunca se sintió parte integral de nada y sí de todo, a pesar de su irrenunciable argentinidad.
Tras muchos años de canciones y viajes, Facundo concluía ante mi grabadora, esa noche del 18 de julio de 2007 que “lo único que cambia soy yo y que, además, podía vivir en ambos extremos, la izquierda y la derecha, convivir con monjas y prostitutas”.
Pero los ejemplos de libertad, de impostergable hambre de vida y de noches extendidas de bohemia nunca se escapan de la tragedia. Si no, qué pena valdrían. El trovador de su propia vida viajaba solo, se acostaba solo y despertaba solo. Un precio a pagar, quizá, por ese fluir con el mundo.
De hecho, Cabral se sabía anciano, aquejado por dolencias y con una visión que se le escapaba a diario y que cada día le empañaba más la imagen del mundo; pero nunca claudicó en enamorar a la chica que le tomaba la mano, a la que le sacaba fotos o a la que olía rico y se sentaba cerca a él.
Aún así, se podía quebrar con las deudas que tenía para con él mismo. Una de ellas, quizá la más grande, su paternidad. Perdió a su esposa e hija en un accidente aéreo del cual le notificaron durante un concierto. “Prefiero no hablar de lo que no conozco”, me dijo sobre su hija.
Facundo no tenía casa: vivía en los hoteles y le encontraba cierta magia a lo momentánea de su estancia en ellos, la falta de vínculo con el suelo, con una cama, una almohada. De hecho, no se quejaba de seguir de gira a su edad y me dijo “lo que cansa es la almohada”. Así también, hallaba encanto a la compañía de las prostitutas, mujeres que, me decía, te prodigan sin remilgos el amor y la atención cuando las buscas.
Su abanico de amigos era casi una fábula y hasta me hizo levantar una ceja más de una vez durante la conversación: Teresa de Calcuta, Aristóteles Onassis, Grace Kelly, Ray Bradbury, Octavio Paz, Indira Gandhi, Golda Meir, Jorge Luis Borges y todos los demás sobre los que posts y páginas web vienen abundando en las últimas horas. De hecho, fluir sin resistir era la clave.
La misma que lo llevó a pedirle trabajo a Eva Perón tras escaparse de casa a los nueve años; la que lo sumió en el alcoholismo a esa edad y la que lo sacó a los 14 años del analfabetismo, en la cárcel.
Quizá, ese mismo toque semidivino que lo llevó a decir, al final de su penúltimo concierto, a inicios de mes: “Ya le di las gracias a ustedes; las daré en Quetzaltenango (donde dio su último concierto), y después que sea lo que Dios quiera, porque Él sabe lo que hace”.
Y solo Cabral sabe cómo hacía lo que hacía. Y aunque se fue porque no era de aquí ni de allá, se siente que acá se queda, igual.

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