El argentino tocó en Lima y Arequipa en julio de 2007. A continuación, el recuerdo de una entrevista en el hotel Sheraton, a su llegada
(Archivo de El Comercio)
HANS HUERTO AMADO @huertoamado
Redacción Online
Hace casi cuatro años me tocó conocerlo. No solo me “tocó” cumplir con la comisión; creo que a cualquiera le toca alguna fibra sensible conocer el incombustible deseo de una persona por batallar con la vida para permanecer en ella, aún bajo la imagen cansada y dramática de un alto argentino, escudado tras unos grandes lentes ahumados en la noche y acompañado por un bastón que no lograba ayudarlo para caminar.
Cabral tenía una respuesta para todo. La aldea global y el mundo sin fronteras fueron parte de su cosmovisión décadas antes de que la idea llegara a la escena académica y sin Internet de por medio. Quizá se trataba de que nunca se sintió parte integral de nada y sí de todo, a pesar de su irrenunciable argentinidad.
Tras muchos años de canciones y viajes, Facundo concluía ante mi grabadora, esa noche del 18 de julio de 2007 que “lo único que cambia soy yo y que, además, podía vivir en ambos extremos, la izquierda y la derecha, convivir con monjas y prostitutas”.
Pero los ejemplos de libertad, de impostergable hambre de vida y de noches extendidas de bohemia nunca se escapan de la tragedia. Si no, qué pena valdrían. El trovador de su propia vida viajaba solo, se acostaba solo y despertaba solo. Un precio a pagar, quizá, por ese fluir con el mundo.
De hecho, Cabral se sabía anciano, aquejado por dolencias y con una visión que se le escapaba a diario y que cada día le empañaba más la imagen del mundo; pero nunca claudicó en enamorar a la chica que le tomaba la mano, a la que le sacaba fotos o a la que olía rico y se sentaba cerca a él.
Aún así, se podía quebrar con las deudas que tenía para con él mismo. Una de ellas, quizá la más grande, su paternidad. Perdió a su esposa e hija en un accidente aéreo del cual le notificaron durante un concierto. “Prefiero no hablar de lo que no conozco”, me dijo sobre su hija.
Facundo no tenía casa: vivía en los hoteles y le encontraba cierta magia a lo momentánea de su estancia en ellos, la falta de vínculo con el suelo, con una cama, una almohada. De hecho, no se quejaba de seguir de gira a su edad y me dijo “lo que cansa es la almohada”. Así también, hallaba encanto a la compañía de las prostitutas, mujeres que, me decía, te prodigan sin remilgos el amor y la atención cuando las buscas.
Su abanico de amigos era casi una fábula y hasta me hizo levantar una ceja más de una vez durante la conversación: Teresa de Calcuta, Aristóteles Onassis, Grace Kelly, Ray Bradbury, Octavio Paz, Indira Gandhi, Golda Meir, Jorge Luis Borges y todos los demás sobre los que posts y páginas web vienen abundando en las últimas horas. De hecho, fluir sin resistir era la clave.
La misma que lo llevó a pedirle trabajo a Eva Perón tras escaparse de casa a los nueve años; la que lo sumió en el alcoholismo a esa edad y la que lo sacó a los 14 años del analfabetismo, en la cárcel.
Quizá, ese mismo toque semidivino que lo llevó a decir, al final de su penúltimo concierto, a inicios de mes: “Ya le di las gracias a ustedes; las daré en Quetzaltenango (donde dio su último concierto), y después que sea lo que Dios quiera, porque Él sabe lo que hace”.
Y solo Cabral sabe cómo hacía lo que hacía. Y aunque se fue porque no era de aquí ni de allá, se siente que acá se queda, igual.
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